Tras la noche de los Feroz, que terminó con un conocido productor detenido presuntamente por agresión sexual, algunos pensamos que por fin, quizás, con independencia de la normativa, la sociedad empezaba a reeducarse hasta que no quedara nadie dispuesto a tachar de “estrecha” a la mujer que esquivaba manoseos, pastosos lengüetazos y peores agresiones. ¿Se había acabado eso de llegar a casa y meterse de madrugada en la ducha en un vano intento de mitigar la náusea? ¿De tener que callar porque nadie iba a darle importancia? ¿A veces ni siquiera creerla? Empezaba, de nuevo quizás, a otearse un campo en el que ya no todo era orégano. Es decir, se acercaba el final de esas fiestas o noches de discoteca que en ocasiones una mujer tenía que “vivir” en el baño – ahora no es tan “seguro” como antaño – y esperar a que el agresor estuviera “entretenido” en otra, para salir del local sin despedirse de nadie. Sin saber por qué demonios era ella quien tenía que irse a hurtadillas - instinto de supervivencia – y, para colmo, incluso preguntándose qué había hecho para convertirse en diana de aquellas indeseadas “atenciones”.
Con independencia de la ley, la sociedad – elemento clave para que las cosas realmente cambien – parecía que finalmente se “aliaba” con la víctima también en el plano terrenal, fuera de los juzgados. Porque la lacra de los abusos y las agresiones sexuales, en lugar de amainar, últimamente daba la impresión de que arreciaba. Es cierto que, en parte, porque ahora se denuncian más casos, muchos de los que antes se guardaban en la pesada y dolorosa mochila que de por vida habrá de acarrear la persona vejada, violentada, agredida… En definitiva, la víctima. Una mujer que, sucedidos los hechos, demasiadas veces escuchaba de boca de su círculo más cercano que denunciar solo le iba a traer más “desgracias”. Y así era. En realidad, sigue siéndolo con demasiada frecuencia. La vida de la víctima puesta del revés, analizados sus pasos anteriores, las relaciones que mantuvo, cómo vestía, qué sitios frecuentaba... Si alguna vez se medicó por trastornos de ansiedad, estrés o depresión. Su existencia abierta en canal a declaraciones de vecinos, ex compañeros, en general a cualquiera que quisiera protagonismo o incluso ajustar cuentecillas pendientes. Nunca como en el caso de las agresiones sexuales, se ve en estado más puro la estrategia del ataque como la mejor de las defensas.
La movilización surgida tras la sentencia que condenó a los integrantes de la manada de Pamplona, en la que se consideraba que había un “consentimiento tácito” de la víctima excluyendo violencia e intimidación, exigía colocar el consentimiento expreso como núcleo a la hora de juzgar estos abominables delitos. Era vital. Ese, estoy segura, fue el espíritu de una ley que pedía a gritos dicha reforma pero que, por mucho que se empeñe, señora ministra de Igualdad, nació viciada. Por desgracia para todos, la norma, lejos de hacerse desde el plano jurídico y cimentada en la técnica puramente legislativa, se construyó a trompicones desde el peor de los puntos de partida: la demagogia política. Desde el rechazo frontal al hombre como género y no como grupo de individuos. Pero, sobre todo, desde la prepotencia, la arrogancia, el desconocimiento; teniendo como principal faro el ombligo de quien la promovía, usted. Y hacer así las cosas, por muy buena que sea la intención, no suele salir bien. En el caso de la ley orgánica 10/2022, decir “que no salió bien” es de un eufemismo insoportable. Que el espíritu era otro, repito, lo sabemos. Y que la protección incida en el consentimiento sin que haya que probar violencia ni intimidación, un magnífico avance. Arriesgado y complejo pero, como decía antes, necesario. Nadie duda de que la intención no era rebajar penas y excarcelar agresores condenados. Sin embargo, no faltaron los juristas que advirtieron de que eso sería precisamente lo que ocurriría. Y ocurrió. Uno, otro, diez más al día siguiente. Más de cuatrocientos a día de hoy.
Desde la humildad de mi nula repercusión pública - que no desde el anonimato -, como mujer y abogada seguí con el alma en vilo el “goteo” de rebajas de penas y excarcelaciones que, en el colmo del despropósito, usted, ministra Irene Montero, achacó al mal hacer (a propósito) de una parte de la judicatura. Acusó a los jueces, quienes en el ejercicio de sus funciones y aplicando uno de los principios rectores de nuestro ordenamiento jurídico - la legislación más favorable al reo – tuvieron que soportar la etiqueta de retrógrados machistas dispuestos a “acabar con usted”. Otra vez, su ombligo. Sin embargo, en muchos casos, la ley más favorable para esos reos era la suya, la LO 10/2022, así que no fue justo ni cabal que cargase contra ellos. Además, jamás podrá alegar que no le fue advertido a su ministerio. En el informe que el CGPJ envió al Ministerio de Igualdad cuando realizó el análisis técnico del anteproyecto de ley, se alertaba en mayúsculas de “que la entrada en vigor de la ley podía dar lugar a la revisión a la baja de las condenas”. También, tras estudiarlo a fondo, la asociación de Mujeres Juristas Themis le advirtió, hasta en dos ocasiones, de lo que significaría la aplicación de “su ley”, más favorable, para algunos condenados por este tipo de delitos.
En lugar de admitir que era consciente de ello, incluso que se trataba de un “mal menor” para llegar a la gran meta, usted se apuntó a esa estrategia de defensa que antes criticaba: el ataque. A diestro y siniestro. De pronto, hablar en contra de los efectos de la ley significaba que no querías proteger a las mujeres, a los niños, a cualquier víctima de una agresión. Criticarla era pertenecer a la “derechona”. Lejos de rectificar, cuál dogmático iluminado venido a este mundo para salvarnos, siguió y sigue en sus trece. Aferrada al escaño, al poder, al dinero y privilegios que conlleva. Reconozco que dudé una y cien veces antes de adentrarme en este jardín. No por miedo, se lo aseguro, a quien temo sigue siendo a los violadores y asesinos, sino porque solo encuentro palabras en la inspiración que dicta la injusticia y escribir desde las entrañas, al igual que ocurre en el caso de legislar desde la demagogia, no siempre sale o llega bien. Si escribo hoy, sin meditarlo demasiado, es porque todo tiene un límite para mi conciencia. Lo sé, jamás llegaré muy lejos. Usted, por el contrario, sí lo ha hecho. Y le felicito. Pero ahora, por dignidad, coherencia y empatía, señora ministra, ¿no cree que ha llegado el momento de marcharse?
Que ahora diga que está dispuesta a ceder para que se eleven ciertas penas es, a mi juicio, insultante. No es la declaración de alguien que asume desde la humildad las consecuencias que jamás quiso para “su ley”, ni se dirige a las víctimas de los agresores “beneficiados” por la misma explicando la verdad de cómo y por qué se están beneficiando. No se disculpa con los jueces que se han limitado a aplicar “su ley” para que nuestro estado de derecho siga siéndolo con todas las garantías y, aunque eso me resulte indiferente, estoy segura de que ni en privado habrá pedido disculpas a sus colaboradores, asesores, compañeros. He intentado visualizarla como el personaje de Fernando Fernán Gómez en la película de Garci, El Abuelo, sentada junto a un amigo, con la mirada perdida en el mar, y escuchándole decir “Ay, señor conde, qué malo es ser bueno”. No lo he logrado. Porque cuando se convierte en una lucha de poder, todo lo bueno pierde su esencia. Se degrada. ¿Dispuesta a ceder? Lo único que están tratando en su partido es que la crisis de un gobierno con tantos y tan diferentes criterios a cuenta de cada vez más asuntos, no acabe con otra sangría, esta política, la única que lleva años logrando que olviden muchos de sus inquebrantables principios anticasta. Una sangría de votos que les haga volver al frío de la oposición.