Contigo aprendí…
«A ver, ¿puedes bajar un momentito al mundo?» —solías preguntarme, perplejo en ocasiones de mi ingenuidad. Lo hacías siempre acompañándote de esa preciada sonrisa que, únicamente a salvo de “los indios y sus flechas”, te permitías esbozar. Admito que no te faltaba razón, pasaba tanto tiempo entre personajes de ficción que con frecuencia perdía la indispensable perspectiva. En definitiva, a mí me faltaba mundo; tú, quizás habías tenido demasiado. No te quejabas, al contrario, sabías que solo así te sentías pleno. Era tu forma de ser: extremo, grande, valiente, generoso. Ofreciéndote a los demás, antes incluso de ser reclamado. “Si tú me dices ven…” era el emblema grabado a fuego en tu escudo de armas y solo la muerte, tan absoluta como misteriosa, pudo impedir que volvieras a abanderar tu proverbial divisa.
Tenías claro, así lo expresabas, que “algunos” no te invitaban, precisamente, a “té y pastitas”. Lo tuyo era el cuerpo a cuerpo, batirte en la arena, a veces dando la cara que otros no asomaban. Fuiste figura clave, al principio entre bambalinas, de muchos de los acontecimientos judiciales, mercantiles, políticos y sociales de los últimos cuarenta años. Conocías a todos y todos sabían de ti. Tus amigos te adoraban, lo siguen haciendo. Uno a uno, te los habías ganado. Para con ellos, tu entrega no entendía de fronteras y al teléfono, doy fe, no le dabas tregua. “Si tú me dices ven…”. Aunque después, en contadas ocasiones, no fueras correspondido. Sin embargo, nunca te escuché lamentarte con excesiva amargura. Conocías bien al ser humano, eso era para ti una parte esencial de bajar al mundo, pisar la tierra. Creías en las segundas oportunidades, no dudabas en concederlas. En realidad, incluso en las terceras, cuartas, quintas, sextas…
Eso, sin embargo, no impidió que en tan larga e influyente carrera profesional te toparas con “algunos” dispuestos a ponerte contra las cuerdas, acorralarte en una esquina del mediático cuadrilátero donde en los últimos años se libraban los combates de enjundia. Y aquello, lo llevabas peor. De una forma tan impropia de tu perfil de gladiador que, poco a poco, pudo minar tu salud. Lo único que a fin de cuentas importaba. Porque, aunque cada vez que te lo decía volvías a pedirme que bajara a este planeta, nada, absolutamente nada ni nadie, era más importante que TÚ. Mucho menos, un contrario. Frente a cualquier tipo de oponente, tú me enseñaste que había que darle siempre una salida. Si no, decías, “lo único que consigues es que se revuelva y muerda”. Sí, qué gran verdad, pero yo creo que luchar así te robó demasiada energía.
Durante el paseo que dimos aquel último fin de semana que sigue pareciéndome ayer, dijiste en un oscuro tono reflexivo «Y la vida sigue…», mientras pasábamos por una terraza abarrotada de gente a pesar del intenso frío. «Para ti también», aseguré yo y tú te limitaste a contestar, en ese lenguaje silencioso que un día nos unió y al que acabamos acostumbrándonos, con la mirada. Jamás, por mucho o poco tiempo que pase yo aquí abajo, ya sí en el mundo al que he tenido que descender desde que te marchaste, olvidaré lo que me transmitieron tus ojos. La agudeza de tu mente aún me sigue sorprendiendo. Nunca dejará de hacerlo. Siempre te anticipabas, aunque esta vez te hubiera gustado confundirte. A todos nos hubiera gustado. Ese día, hablamos sin descanso. Tú, pragmático como eras, organizando, dando directrices, obligándome a pisar la tierra inhóspita de la que infinidad de veces durante más de treinta años, de una forma o de otra, habías intentado protegerme.
Sí, tenías razón, la vida ha seguido, pero ya no es la misma. Tu presencia ocupaba tanto espacio, que el vacío es insondable. Igual que tu recuerdo, indeleble para todos los que quedamos. Sigue resonando el eco de tus pasos; el tono abaritonado de tu voz se ha convertido en un obstinado silencio que solo logro amortiguar con el sonido que brota del teclado. Con él comparto ahora mis reflexiones, mis dudas. Habrás visto que, por fin, me he mudado de las nubes, precisamente ahora que tú habitas en ellas. No me quedó más remedio. Tu repentina ausencia provocó un terremoto de tan colosal magnitud que, además de los pies, mi alma entera tocó tierra. Sin la ayuda de los buenos amigos, me habría rendido hace tiempo.
Lo sé, no te gustaba que dijera que eras mi gurú y, sin embargo, me has enseñado tanto. A todos nos enseñaste. En lo profesional y en lo personal. Contigo aprendí a ser consciente de que lo único que no se sabe es lo que no se hace y que a fuerza de añadir rayas a un tigre, acabas convirtiéndote en pantera. Aprendí que desde que se inventó la excusa, todo el mundo tiene razón. Que hay que ir siempre con los deberes hechos y que la vida es irremediablemente cíclica… Tus consejos, aunque nunca fueran “de administración y bien remunerados”, eran de un valor extraordinario. En tu mente estaba la respuesta antes incluso de empuñar el lápiz para plasmarla sobre el proverbial folio en blanco. Dos años después, no imaginas cuánto desearía haber continuado aprendiendo.
Sí, Manolo, el mundo ha seguido. El mío, sin ti, inmensamente más pequeño.