Alguien por ahí ha contado las veces que el presidente del Gobierno y candidato socialista mentó a Vox en el debate del lunes con el cabeza de lista del Partido Popular para las elecciones del próximo 23 de julio. Dice que fueron 35. De tal guisa que podemos afirmar claramente y sin temor a equivocarnos que el líder ultraderechista Santiago Abascal fue el gran protagonista de la noche, el invitado en la sombra, el infiltrado que deambuló durante 100 minutos por la mesa de los protagonistas.
No sé si realmente fueron 35 veces, pero lo parecieron. En cualquier caso, fueran las que fueran resultan excesivas hasta para Pedro Sánchez. Los debates, sabido es, los gana quien logra colocar más veces su mantra entre los telespectadores. El presidente del Gobierno fue contumaz en el intento, se lo jugó todo al verde, pero aun así no consiguió que calara su mensaje. Se dedicó tanto tiempo al fantasma de la ultraderecha que se olvidó de su contrincante en la mesa y de su propia historia.
Fue una estrategia pobre y simplona, impropia a priori del animal político que ha demostrado ser a lo largo de su trayectoria política. Si tenía algo más que ofrecer, y en su currículum de estos años lo tiene seguro, los espectadores se quedaron con las ganas.
Lo de la connivencia del PP con Vox, como reconocen incluso notables socialistas, ya no va muy lejos, ya cae en saco roto por mucho que aumente inexorablemente el hedor que desprenden la mayoría de las decisiones de la formación ultraderechista.
Los españoles, pienso yo, pueden intuir lo que acabará sucediendo si Núñez Feijóo necesita a Vox para gobernar. Pero lo que ya saben seguro, y esto no es intuición, es qué ha sucedido cuando en diversos momentos de su mandato Pedro Sánchez ha necesitado a Podemos, ERC, Bildu y PNV, por citar sólo a los más mediáticos y a los que han vendido más caro su apoyo.
Sin entrar en valoraciones, ya sabemos lo que ha sucedido con los morados, con los indultos a los separatistas catalanes, con los delitos de sedición y de malversación, con la política penitenciaria de Grande Marlaska, con la Guardia Civil, con la integridad territorial…
Este mismo lunes por la tarde, como si quisieran aportar su granito de arena al debate, ERC y Bildu, o lo que es igual Junqueras y Otegi, dos aliados de cabecera de Sánchez durante esta recién concluida legislatura, propusieron en Durango sendos referéndums de autodeterminación para Cataluña y el País Vasco que se llevarían a cabo de forma simultánea.
Y todo esto, incluidas las amenazas constantes de consultas vinculantes o no vinculantes, ya lo saben, seguro, los españoles.
Su prepotencia habitual, tantas veces citada como virtud, no le funcionó en esta ocasión a Sánchez. Fue vapuleado desde el primer minuto y su incapacidad de respuesta ante lo inesperado le llevó a estar nervioso, inquieto, marrullero, patético en determinados momentos y a punto de saltar por los aires en otros. Otras voces cercanas hablan de que dejó al descubierto sus numerosas lagunas y de que hizo gala de una inseguridad hasta ahora desconocida para los suyos.
Se lio con el Falcón y exagero con Txapote -una triste y lamentable metedura de pata del PP- e incluso puede decirse que bordeó la mala educación interrumpiendo constantemente a su rival y perdiendo los nervios y los papeles en no pocos momentos del debate. Especialmente cuando empezó a darse cuenta de que el cara a cara no estaba transcurriendo de acuerdo con el guion establecido por los suyos. Hasta su gestualidad parecía ser de cartón piedra y su expresión demasiado condescendiente y escasamente creíble.
Su equipo médico habitual, entre los que incluyo a los brujos visitadores de la Moncloa, no estuvo acertado -más bien estuvo catastrófico- en la estrategia del cara a cara y no contó para nada con el rival, un Feijóo muy por encima de lo esperado que acudió a disgusto y por obligación al debate, con la intención de no perderlo por mucho o empatarlo en el mejor de los casos, y que al final lo acabó ganando.
Que el resultado del debate había sido un fiasco para el PSOE lo demuestra el hecho de que, nada más acabar el mismo, la Moncloa y Ferraz empezaron al lanzar un argumentario de urgencia vendiendo que Feijóo ya era un ultraderechista como Abascal y enumerando todas las mentiras del líder del PP durante el enfrentamiento dialéctico con Sánchez.
La primera de las dos ideas era consecuencia lógica de las 35 veces que Sánchez citó a Vox en el debate para tratar de meter en el mismo saco a unos y otros. Y la segunda, un pequeño chiste. ¿Qué político no miente? Todos lo hacen, o cambian de opinión en muy poco espacio de tiempo, por acción u omisión, por exceso o por defecto. Pero qué importa eso, seamos cínicos por un momento, cuando es ganar como sea lo único que se busca en estos divertimentos en prime time como muy bien escribe Manuel Jabois en El País.
A Felipe González le pasó en 1993 lo mismo en su primer debate con José María Aznar: intentó ningunear a su oponente y perdió con claridad; luego en el segundo mano a mano hizo los deberes, le dio la vuelta a la tortilla y noqueó al popular. El caso es que ahora Sánchez no va a tener una segunda oportunidad y que el altísimo concepto que tiene de sí mismo y el ir de sobrado por la vida le ha jugado en esta ocasión una mala pasada.
En absoluto creo que ya esté claro, como vaticinan demasiados gurús, el resultado del 23J. Soy de los que opinan que estos juegos de sobremesa sólo sirven para que los periodistas y analistas políticos jueguen a descifrar jeroglíficos y a desentrañar la cuadratura del círculo y que no tienen una incidencia realmente significativa a la hora de que los ciudadanos decidan a quién van a votar.
Pero lo que sí es cierto es que el peor Pedro Sánchez que recordamos fue manteado por un Feijóo que no conocíamos y que demostró ser más complicado para el presidente que todos los periodistas que le han entrevistado recientemente. Y es que cuando tu oponente puede hacer exactamente las mismas trampas que tú, todo resulta bastante más difícil.