Los toros bravos y buenos
¿Lloverá?”, pregunta Manzanares entre barreras cuando ya la anochecía se difuminaba a la luz de los focos de la Plaza del Paseo de Zorrilla. “Mira cómo viene por allí”, insiste el torero, mientras El Juli, daba la vuelta al ruedo, más que jubiloso, rozagante, con las dos orejas del quinto toro de la corrida. Miramos y, en efecto, el cielo de Valladolid se había puesto zaíno de pronto y su techumbre color marengo se cernía sobre nuestras cabezas. En esas estábamos cuando se abrió la puerta de chiqueros y apareció en el ruedo el último toro del festejo de la llamada mini-feria de San Pedro Regalado, patrono de la ciudad y de los toreros. Se abre de capa José María y vuela la tela carmesí ante el hocico del toro para trazar la verónica “lenta, olorosa, redonda”, que diría Gerardo Diego. Cinco fueron su cupo, agavilladas por una media armoniosa, las que iluminaron aún más la negritud de la tormenta que nos amenaza. El toro de Garcigrande es bravo y bueno, como toda la corrida. Bravo, porque acude al caballo de picar y aprieta de firme en el peto, mientras Chocolate le coloca un puyazo magnífico, en la “pelota” del morrillo; y bueno, porque no cesó de acudir a los cites y de seguir, codicioso y noble, el lento barrido de la tela roja, en una faena principada con ese andar hacia las afueras del ruedo dejándose acompañar por el toro y despidiéndolo a la vez, convirtiendo el desdén cordobesista en parsimonia manzanarista; es decir, sustituyendo los pases de telón de Manuel Benítez –el inventor de este insólito prólogo de faena— por un acariciante halago para el obediente antagonista. La misma partitura, pero con distinta armonía. Después, se sucedieron las series en redondo, largas y ceñidas por ambos pitones, mientras sonaban las notas del “Puerta Grande” de mi amiga Elvira Checa y los cielos se abrían por el fucilazo del relámpago que abre la caja de los truenos. Así fue consumiéndose –y consumándose-- la última faena del primer festejo de este ciclo taurino vallisoletano, breve, pero intenso, en un día fresco y frívolo, tan pronto soleado como aguanoso. Así fue como José María Manzanares les dio réplica a sus compañeros de cartel con un toreo de alta calidad, saturado de empaque y torería, centrándose y concentrándose en la interpretación de unas suertes de acendrado clasicismo, pero acicaladas por el donoso toque de esa elegancia inimitable que le viene de herencia. El colofón de una estocada de perfecta ejecución, pusieron en sus manos el doble trofeo y lo izaron en hombros junto a Diego Ventura y El Juli, que completaban una terna de mixtura anunciada, pero de muy alta calidad. Le había fallado la espada a Manzanares en el tercero de la corrida, al que toreó a placer, pero no plácidamente, porque los toros bravos y buenos, los que se arrancan y no paran de embestir, solo pueden alcanzar ese doble calificativo si encuentran ante ellos a bravos y buenos toreros. En cierta ocasión le “soplaron” a Joselito el Gallo que Curro Martín Vázquez –el tío de Pepín—se quejaba de que a José le mimaba la empresa de la Plaza de Madrid porque ponía a su disposición “las brevas de Santacoloma”. Joselito le paró en la calle Sevilla y le dijo, más o menos: “Mira, Curro, los toros de Santacoloma, en efecto, vienen mucho y bien… para los buenos toreros. Y para que lo compruebes, los vas a torear el domingo conmigo”. Es de imaginar cómo resultó la confrontación en el ruedo entre ambos toreros: uno, siguió hegemónico, en su solio, el otro no pasó más allá de ser considerado eficaz estoqueador. Salvando las distancias, con los garcigrandes de hogaño ocurre algo parecido. Todo son trabas y diatribas dirigidas a esta ganadería que fundara un currante de libro y gran ganadero, llamado Domingo Hernández. Todo, porque los toros embisten y repiten la embestida, y la vuelven a repetir; pero ahí está precisamente, el busilis de la cuestión. No todos los toreros, aguantan y entienden tan atosigantes acometidas. Es fama que El Juli les tiene tomada la medida. Puede ser. Ayer, en Valladolid, toreó a los de su lote como si supiera al dedillo sus reacciones en cada salida y entrada de los lances de capa o los pases de muleta. En efecto, daba la impresión de que “toreaba de memoria”, y todo, porque los entiende como nadie, lo cual no es demérito, sino todo lo contrario. Por tal motivo, le costó a Julián que el público se sacudiera la frialdad con que recibían su tauromaquia en el segundo toro de lidia ordinaria, al que toreó con limpieza en una faena demasiado larga, culminada con una estocada y dos descabellos. La oreja le supo a poco al torero, que tocó a rebato en el quinto, cuajándolo de principio a fin, intercalando, incluso, dos molinetes de rodillas, antes de fulminarlo con una estocada trasera. Dos orejas, más una del anterior, total, tres. Tarde de triunfo para él, una más. Y otra más para el rejoneador Diego Ventura, que este año tienen que defender su condición de primerísima figura de su escalafón porque se las ha tenido tiesas nada menos que con las Empresas de Sevilla y Madrid. Ayer, en Valladolid no se le podía escapar un triunfo gordo, y no se le escapó. Sus dos faenas ---sobre todo, la de su segundo toro, de mayor recorrido que el anterior, ambos nobles murubes de la ganadera portuguesa María Giomar Cortés de Moura-- fueron un compendio de monta increíble y de ese obsesivo afán por el “más difícil todavía”, que es su lema irrenunciable. Sus embroques son cada vez más ajustados, sus quiebros, inverosímiles, sus adornos, novedosos, algunos improvisados, y su certería con los rejones de muerte el colofón necesario para obtener trofeos. Los perdió por pinchar al primero, pero en el cuarto acertó al primer intento, incluso se permitió dar unos muletazos con la cigarrera chispa que le adorna. Ovación y dos orejas, para Diego. Y puerta grande para los tres, con salida a la calle de esta guisa, a pesar de que a esas horas ya diluviaba en Valladolid. Manzanares lo barruntaba; pero al campo le vendrá bien.