Los Toros de el Torero no eran para él
A Gonzalo Caballero le obligaron a saludar una ovación, tras el paseíllo. Realmente, le obligó el sector del tendido 7, ese grupo de aficionados que en ocasiones censuro por lo que, en conciencia, considero un reducto cargado de prejuicios, cuando no de equívocos fundamentalismos taurinos; pero, esta vez, ellos fueron quienes arrancaron el palmoteo de homenaje a un torero que reaparecía en Madrid, tras la tremenda cornada que le propinó un toro de Valdefresno, va para tres años, en este mismo ruedo. Así, pues, apelando a la conciencia aludida, vaya desde aquí el reconocimiento al detalle de respeto y sensibilidad que protagonizaron. Con gusto lo destaco porque es de justicia, sin que ello suponga el menor atisbo de contrición por mi parte. Es que las cosas son como son, y nobleza obliga. Hecha la pertinente referencia al emotivo prólogo de la corrida, vamos al toro.
A los torazos, más bien, porque hay que ver que pedazo de corrida embarcaron para Madrid los componentes de la Mercantil Agropecuaria Camporreal, a cuyo nombre figura el hierro ganadero de los herederos de Salvador Domecq y Díez, uno de los cuatro varones del primer Juan Pedro Domecq del campo bravo español, que hizo de la finca Jandilla sede de la bravura en la Baja Andalucía durante gran parte del pasado siglo. Iban saliendo los toros por los portones de chiqueros y su rancia estampa nos retrotraía a una Tauromaquia de los grabados de Goya, más o menos. Eran unos domecqs abisontados, todos cinqueños, con más leña en la testa que las tenadas del corral que tanto abundaban en Tierra de Pinares. Uno de ellos, tercero de la corrida, con los cuernos de lira apuntando al cielo, parecía extraído de la Camarga francesa. Algunos aplaudieron la presencia en el ruedo de Las Ventas de este toro descarado y feote, lo cual confirma que hay aficionados en Madrid a quienes lo grandullón les fascina y las cuernas revueltas hacia arriba les enamora. Ahora bien, cada cual es libre de identificarse con su estereotipo de la belleza, porque a servidor esta cuestión le trae al pairo. En mi pueblo decían, “el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso…”, y se quedaban tan frescos. O tan frescas, que de todo había. Pues bien, ayer algunos toros de El Torero, que es nombre que sus propietarios adoptaron para esta ganadería, eran auténticos galafates. No tenían nada que envidiar a los que dibujaba Daniel Perea en las páginas de La Lidia. Podrían pasar por ejemplares listos para ser lidiados por toreros con redecilla en la nuca; pero no, se enfrentaron a ellos unos mozos atildados, educados y limpios: Antonio Ferrera, Daniel Luque y Gonzalo Caballero con sus correspondientes cuadrillas. El primero, un berrendo en negro imponente, se arrancó como una exhalación al caballo de picar que montaba Antonio Prieto y, a ambos, los suspendió en vilo durante varios segundos. En el segundo encuentro, ¡zas!, otro encontronazo brutal, esta vez sin descabalgamiento. El resto del ganado se batió el cobre con fiereza, corneando petos y buscando carnes, humanas y equinas. Llegan a lidiarse hace un siglo (sin peto, los caballos de picar) estos torazos, tan brutotes como astifinos y siembran la arena de intestinos gruesos y delgados cargados de boñiga, y demás vísceras colindantes. “¡Qué corridón de toros!”, habrían sentenciado nuestros abuelos o bisabuelos. Sin embargo, se da el caso de que estamos en otro siglo y, por fortuna, cambian las sensibilidades de los públicos. Los jacos destripados sería un espectáculo nauseabundo, y los trapazos de la gente de coleta que pululaba en derredor de aquellos cornúpetas con poder y pies, una pachanga intolerable. Hoy día, el toro debe ser conducido en derredor del torero, en una danza limpia que genere profundas emociones. Ayer, desde luego, los toros no propiciaron más espectáculo que el de los chocazos tremendos con el peto de los caballos de picar y tal cual embestida con un cierto atisbo de nobleza; pero nada que pudiera propiciar el advenimiento del arte del toreo. Para colmo, el quinto de lidia ordinaria, único ejemplar de la ganadería titular que tuvo hechuras más armónicas y apuntaba nobleza, carecía de fuerza y fue devuelto a corrales. El sustituto, de Montealto (domecqs más modernos), tampoco hizo gala de grandes virtudes –¡y se llamaba Virtuoso!--, porque fue un manso a la defensiva que se tiró gran parte de su lidia escarbando y con el hocico entre las manos.
Los Toros de El Torero que ayer salieron al ruedo de Las Ventas no eran para él, para el torero de hoy ni para el arte que los públicos de hoy demandan: el que se ejecuta con capas y muletas tersas, intocadas por el cuerno del adversario, y la figura erguida, ayuna de alivios, del artista que las maneja. Los toros de ayer embestían a la defensiva, sin meter la cara en las telas carmesí (y ayer, también azul rey) o escarlata, sino con la parte del cuerpo delantero de su anatomía, pezuñas incluidas. Con todo. Es más, la mayoría, se empeñó en quitarle esos estorbos que flameaban ante su desconfiada mirada. Tiraban un gañafón cuando se percataban de que el hombre no les dejaba tocar el señuelo del desafío. ¿Fue mala la corrida de estos domecqs? Depende de cómo se mire y quien la juzgue. Desde luego, no fue apta para la práctica de la tauromaquia contemporánea; pero habrá quien haya disfrutado con la imponente corpulencia y su afilado armamento. Y, si me apuran, también habrá satisfecho a los amantes del vintage, sobre todo ahora, que está de moda tirar de lo antiguo para ser moderno.
A la vista de lo expresado, es obvio que ni Antonio Ferrera con su capote de raso y sus novedosas suertes, ni Daniel Luque, con su poderío recientemente exhibido, ni Gonzalo Caballero, con el público de Madrid a favor –privilegio prácticamente inédito en éste cónclave—pudieron hacer otra cosa que plantar cara dignamente a este corridón de Domecq, escaso de casta brava y sobrado de temperamento defensivo. No valió la corrida. Ahora bien, hubo toreros subalternos que le plantaron cara gallardamente: José Chacón con la capa y Raúl Ruíz, Algabeño y Fernando Sánchez con las banderillas lo bordaron. Y es que, tanto el arte de la brega, como el de clavar banderillas –si el intérprete tiene lo que tiene que tener: muñecas, reflejos y corazón--, no conoce el desuso.