Álvaro Lorenzo da primero
Ya está aquí la feria. La de San Isidro. Ya está encendida la espoleta de una larga traca que vestirá de luces este cielo de Madrid, adonde dicen los madrileños que se van directamente, en línea recta, solo por el mero hecho de haber nacido y vivido en el Foro. Y, en verdad, ayer el cielo de la villa y corte lucía primaveral y esplendoroso en el izado de bandera o virtual corte de cinta que da paso a una panzada de festejos que ya parece imposible de reconducir, a pesar de la pesada digestión que su ingesta produce. No hay marcha atrás. Los sanisidros hace ya años –décadas—que se han aglomerado en sí mismos; por tanto los maratones taurinos de Las Ventas parecen inevitablemente multiplurales e imprescindiblemente televisables, para que las cuentas salgan. “Madrid, Plaza de Temporada”, claman los abonados más contumaces, pero los abonados saben –asumen—que la temporada se divide en dos ciclos taurinos, el de primavera y el de otoño. El resto, puro parcheado con festejos de menor entidad, para cumplir las exigencias del Pliego y, de paso, que la Monumental sea albergue permanente de su feligresía más fiel. Pues bien, esto (con dos tercios de entrada) acaba de ponerse en marcha ayer mismo, con la corrida de Montalvo, la ganadería que un salmantino de San Fernando, llamado Antonio Pérez-Tabernero, puso a nombre de su esposa, doña María, perpetuando el hierro con su apellido, Montalvo. Hoy, su nieto José Ignacio maneja este ganado en Linejo (supongo que seguirá allí), herrado en el cuatril con dos circunferencias concéntricas y compartiendo paisaje de álamos, fresnos y encinas, con los berrendos aparejados (“lo de Martínez”), que también son de Dios, en la creencia de que tienen un ramalacillo de la ancestral casta jijona, que lo ha dicho el ADN, al parecer. Ayer, desde luego, de jijona nada, y de Martínez, menos. Los toros tenían la inequívoca tipología de los vituperados domecqs, por las vías de Daniel Ruiz y Zalduendo, o sea, puro Jandilla. Toros aleonados de tipo, con sus cinco años bien cumplidos –excepto el segundo--, morrillo y testuz rizosos y una testa bien armada. Se iban los toros de José Ignacio a los caballos de picar con inusitada furia, y empujaban con derechura inequívoca y poderío evidente, hasta derribar a caballo y jinete. En general, pelearon bien en el tercio de varas, y alguno, como el primero, dio un gran tumbo al piquero Juan de Dios Quinta. Lo malo es que, después de aquello, empezó a blandear, aunque menos que el segundo, menos toro, pero más flojo, donde va a parar. ¿Y después? Pues, depende, porque los hubo de palmaria nobleza, como el citado segundo y de un temperamento desbordante, como el tercero. Entre medias, dos toros de “buen son” que cayeron en el lote del López Simón, y otro, el sexto, avisado, pero bravo y encastado. Como ven, menú variado de toros salmantinos para abrir boca.
Había expectación por ver a Daniel Luque, uno de los que, recientemente, traspasaron en hombros la Puerta del Príncipe de la Maestranza de Sevilla. Este torero está que se sale. Exprimió la nobleza del primero, “empujándolo” para adelante con su poderosa muleta, hasta sacar series completas de pases en redondo a un toro que tenía las fuerzas justas para obedecer a los toques y acabar los viajes. El cuarto se salía de los capotes y buscaba tablas, aunque fue uno de los toros que más y mejor empujó en varas. La faena ofreció una lección perfecta de técnica –¡qué poco me gusta esta palabra!—taurina, a base de ir buscando al toro a la salida de los muletazos, procurando que no dejara de tener delante la roja franela. Limpieza de trazo y costura impecable de los pases. Con la derecha y al natural, con estoque o sin él, en las luquecinas finales, que terminaron por calentar el cotarro. El estoconazo provocó un penoso y largo proceso de derrumbamiento del toro y el consiguiente enfriamiento del público, que pidió la oreja con sobrada mayoría, pero la denegó el presidente. Fue éste el punto de inflexión de la corrida y el detonante que puso de manifiesto cómo está el patio en Madrid, taurinamente hablando. Los reglamentistas, los que invocan constantemente el reglamento taurino, los que piden ¡el reloj! cuando el presidente puede distraerse pare enviar los avisos, o los que pitan -- ¡penalty!-- cuando el caballo de picar posa su pezuña sobre la raya del ruedo... y, sin embargo, no consienten que el reglamento se cumpla cuando una mayoría de pañuelos reclama el trofeo (uno, el primero) para el torero. Es más, ovacionan al presidente cuando incumple el reglamento y lo deniega. El mundo al revés.
Daniel Luque dio una ovacionada vuelta al ruedo y mostró sus credenciales como torero emergente a tener muy en cuenta. Ha dado primero. No tanto López Simón, que, ya digo, tuvo el santo –el lote de toros—de cara. Ambos embistieron por derecho y con nobleza, pero, sintiéndolo mucho, no tengo anotado apenas nada digno de mención especial. Menos mal que metió la espada con sorprendente tino y gran facilidad. Lo mismo hizo Álvaro Lorenzo, solo que éste toreó superiormente de capa a ambos y se esforzó con el más exigente de la corrida, el tercero, un toro áspero de carácter y de temperamental embestida, que se le subió a la chepa al buen torero bargueño. El estoconazo mitigó las fatiguitas. Se superó en el sexto, un toro que cortó descaradamente el viaje a los banderilleros, al punto de montar un verdadero “mitin”. Fueron colocando, uno a uno, los palos con enormes precauciones, ante la rechifla de parte del público, que protestó cuando el presidente consideró que ya estaba bien de malos tragos para esta gente subalterna de coleta y cambió el tercio. Llegó el toro a la muleta enterizo y retador, pero Álvaro le dio réplica con un toreo reposado y, a la vez, poderoso, que acabó ganándose el pláceme de la concurrencia. Sufrió una voltereta impresionante, pero volvió a la cara del toro sin inmutarse, dando la impresión de que había salido, afortunadamente, ileso. En realidad estaba herido en el muslo. Nadie –o casi nadie—se dio cuenta del hecho, porque Lorenzo toreó de muleta al agresor con empaque, valor y prestancia; por eso cuando se echó sobre el morrillo y clavó una estocada letal, volvieron a flamear los pañuelos. Esta vez, cayó la oreja; pero también el torero, que hubo de pasar a la enfermería, donde le apreciaron una cornada de quince centímetros en el muslo derecho, de pronóstico reservado.
Este fue el pronóstico facultativo de la lesión del torero triunfador. El público de Madrid también hizo ostensible su pronóstico: aquí no se van a dar tantas orejas como en Sevilla. En Las Ventas se venderán caras-carísimas, porque aquí está el Mercado Central del Toreo y la carestía de las cosas de comer está por las nubes. El Baratillo es otra cosa. (¡Madre del Amor Hermoso, la que nos espera!)