Y Morante se puso a torear
Trataré de explicar lo que ayer tarde ocurrió en la Maestranza de Sevilla, en la penúltima corrida de abono de la feria de abril del año 22 del siglo XXI. La fecha, el 7 de mayo, sábado de “farolillos”, por más señas. Trataré de hacerlo, sin que confíe plenamente en mi capacidad de contador, trasmisor o porteador de noticias; porque la cuestión que me atañe escapa de la simplicidad de hechos, casos y cosas que pueden –suelen—ocurrir en una corrida de toros. Lo de ayer fue diferente. Lo de ayer entra de lleno en esa honda poza de la excepcionalidad que justifica la exención de dar explicaciones, sencillamente, porque no son nada fáciles de encontrar. Son tan inescrutables como inteligibles. No hay catálogo que las haya acaparado para sí, y si lo hubiere, tampoco hay llave que entre en su cerradura.
Discurría el festejo con mortecina mediocridad, porque los toreros se estrellaron con el mal juego de los toros de Torrestrella, la emblemática ganadería de don Álvaro, aquél prohombre jerezano que le dio lustre al hierro de los domecqs más veragüeños de la familia, la abundosa en el pelaje burraco y los toros aleonados, bravos y encastados, con ese punto de agresividad que es consustancial con la sangre del toro de lidia que precisa dominio, antes que la “toreabilidad” que tan buenas migas hace con el postureo. La corrida, insisto, estaba saliendo mala, así de claro. El primer toro, trajo de cabeza al toricantano Manuel Perera, porque embestía a cabezazos, y por poco lo mete en la enfermería, tras varios episodios de palpable riesgo. Mala suerte para el chaval y grande fortuna poder contar con la Providencia en tarde tan señalada. La cosa no pasó a mayores y el chico salió indemne de uno de los arreones del avispado animal. El segundo, fue un pájaro con retranca desde que acabó el tercio de varas- realmente todos los toros de Torrestrella dejaron su cupo de bravura y fuerza en el peto—, motivo por el cual, Morante salió con la muleta armada por la espada de acero y se lo quitó de en medio sin contemplaciones, por eso le mandaron un aviso y le pegaron una bronca. Tampoco el tercero, fuera del caballo, contradijo a sus hermanos de camada, antes al contrario, blandeó constantemente, lo que obligó a El Juli a echar mano de su enciclopédico vademécum para averiguar, primero, la distancia del cite y, después, la altura de la muleta, a fin de que el torrestrella no se fuera al suelo en cada envite. De esa forma, consiguió armar y armonizar una faena tan templada como insulsa, pero indudablemente meritoria, que firmó con una estocada desprendida y trasera. Ovación pare este Juli, que ya se ha hecho un hueco en el corazón del público sevillano. Y entonces salió el cuarto de lidia ordinaria, un Torrestrella llamado Pocasganas que, hizo honor a su nombre: sin ganas de reivindicar el buen nombre de su divisa, blandeó tanto que obligó al presidente a sacar el pañuelo verde. Salió al ruedo el primer sobrero, de Garcigrande, por nombre Ballestero, número 134, negro zaino, cinqueño bien cumplido, serio de armamento y 550 kilos de peso. Peleó bien en varas el toro, pero embestía con tal incertidumbre que hizo rebuños de capotes por doquier y el tercio de banderillas se antojó interminable. A todo esto, cuando suena el clarín que cambia el tercio, estaba Morante con la muleta plegada sobre el antebrazo y apoyado en las tablas de la barrera, próxima al burladero de cuadrillas, y el toro en el tercio de chiqueros, es decir, en las antípodas del ruedo. Parecía decirles a los subalternos con el gesto: “Aquí me quedo y aquí os espero, al toro y a los toreros”. ¿Qué hará Morante con este toro díscolo y desconcertante, que hacía agujeros en el albero del ruedo, de tanto escarbar? Ciertamente, cuando el toro arreaba con su embestida belicosa, metía la cara abajo y se iba largo, pero… era tan agresiva su actitud que parecía pedir firmeza, dominio, jerarquía, autoridad y todas las virtudes propias de los toreros llamados “poderosos”. ¿Sería Morante uno de ellos?
En seguida salimos de dudas: cuando llegó en toro a su jurisdicción, el de la Puebla armó la muleta, avanzó hacia el garcigrande sin titubeos y se lo pasó cuatro veces por la faja en otros tantos ayudados por alto portentosos, rematados con un cambio de mano por abajo que fue la rúbrica genial de un prólogo para el recuerdo. Como por arte de magia, el toro pareció entregar la cuchara, bajó el tono de su agresividad y acudió sumiso al señuelo escarlata de una muleta que viajaba a compás, como las notas de un pentagrama sorprendente, desconocido y magnífico. Y Morante se puso a torear.
La faena –la obra de arte-- se realizó en una pequeña parcela de terreno, entre las rayas del tercio en que se iniciara. Las series en redondo con la mano derecha se sucedían con precisión milimétrica, largas de contenido, de una belleza inmaculada. Los naturales surgían con arrogante naturalidad, como pocas veces se ha visto. Cuatro, cinco, seis, el remate de pecho en la superficie que pueda ocupar una baldosa de treinta por treinta. Los pases se sucedían, largos, limpios, increíblemente ceñidos y los olés estallaban en la Plaza, como misiles cargados de emoción. Pocas veces vi algo tan emotivo en una plaza de toros. Pocas veces me he levantado del asiento para clamar ante semejante magnificencia y, de paso, reclamar a una parte de los tendidos de sombra mayor y mejor respuesta ante el monumento al arte del toreo que se estaba erigiendo en la Maestranza. ¿En qué estaban pensando? ¿Por qué no se partieron decenas de camisas ayer en los tendidos de este sacrosanto santuario taurino? Probablemente, porque algunos andan timoratos, no sea el demonio que mañana les tiren de las orejas quienes han dejado caer la especie de que, este año, la Maestranza se ha convertido más que nunca en el coso del Baratillo. La estocada, arriba, provocó el delirio, aunque al presidente le costó sacar el segundo pañuelo. Así están las cosas ahora mismo entre los aficionados sevillanos, presidentes incluidos: cuidando de que no se les vaya la mano con los triunfalismos. Pero, oigan ¿es que lo de ayer también se puede alistar en el batallón de los triunfalistas? Le digo a usted, señor guardia…
Después de lo descrito –me temo que torpemente--, el quinto toro fue una nadería y El Juli volvió a tirar de oficio, tirando a su vez al toro de una eficaz estocada, y Manuel Perera –todo voluntad—se fue a porta gayola para pasar un apuro antes de mover a las gentes de buen corazón con su juvenil coraje, ante un toro que fue el más indulgente del lote de torrestrellas que se llevó. Sevilla lo trató con cortesía y cariño. Claro que, para entonces, la corrida ya había terminado hace rato. Exactamente, cuando Morante terminó su paseo con las dos orejas el toro Ballestero de Garcigrande. Perdónenme, pero lo excelso, no se mensura. Ni se cuenta. Se ve y se ingesta. Per saecula saeculorum. Amén.