En la corrida de la transición, Garrido
Era la corrida de la transición. O del tránsito que surge tras dos grandes tardes de toros y la que, supuestamente, llegará en el día de hoy. Algo más de media Plaza se veía cubierta de público a la hora del paseíllo, en tarde soleada y primaveral, casi veraniega. Es un dato, un detalle que pareció insólito a los aficionados que poblaban los tendidos, porque pocas veces se había visto que un miércoles de farolillos la Maestranza ofreciera un aspecto tan desangelado. ¿No era el de ayer un cartel farolillero? Probablemente; pero estas semanas que apelotonan ternas de toreros tienen que presentar, necesariamente, alguna falla, algún cartel cojitranco para el interés del público. De estas fallas o flaquezas está el mundo taurino lleno, pero no sería la primera vez que tres toreros de escaso tirón taquillero deparan una tarde de toros antológica. Y con esa esperanza fuimos –los que fuimos—a la Plaza.
Sin embargo, lejos de producirse la sorpresa gratificante, el zambombazo sorprendente, la corrida fue un penoso peregrinar a lo largo de tres horas festejo. Salían por el chiquero los toros de El Pilar y en seguida manifestaban una alarmante debilidad de manos o una empecatada proclividad a ponerse de rodillas, al menor contratiempo de la lidia. En eso gastó sus últimos minutos de vida el primer toro de la tarde, un negro mulato que se empeñó en perseguir la muleta del torero poniendo de relieve un viaje galopón e inquieto, muy cercano al gazapeo, con el toro moviéndose en plan noria, lo que obligaba al torero, Juan Bautista, a extremar las precauciones para que el bondadoso animal no se arrodillara, pidiendo árnica. Todo el muleteo consistió en buscar la limpidez, la suavidad y la lidia precautoria, sistema éste que se traduce en que es el torero quien debe cuidar al toro, y no cuidarse de él. Justamente, la antítesis de la esencia de esta Fiesta, que se basa en la emoción y el riesgo. Resultado: faena anodina, técnicamente evaluada positivamente, pero taurina y artísticamente suspendida con un cero zapatero. Donde no hay toro, no hay emoción, y donde no hay emoción no hay Fiesta. El cuarto fue devuelto a los corrales por su manifiesta invalidez y sustituido por otro del mismo hierro, una mole de 592 kilos que pareció dejarse todo el brío en el caballo de picar y llegó al último tercio con un comportamiento soso y descastado. De nuevo, Juan Bautista tiró de oficio y pegó pases y más pases sin que sonara un solo oooole o un bieeeeen por los recovecos del tendido, hasta que le metió media espada después de un pinchazo, y aquí paz y después gloria. O sea, nada. Y para un torero, venir a Sevilla y no llevarse nada –ni siquiera una bronca-- debe ser notable frustración.
Alberto López Simón también se fue de rositas. Y eso que le correspondió uno de los dos buenos toros de El Pilar, concretamente el jugado en segundo lugar, un colorado de nombre Mirabajo que debió ser toda una premonición para el conocedor de la dehesa. En efecto, el toro miró para abajo, es decir humilló, tanto ante las capas de subalternos y matadores --¡que buen quite a la verónica le hizo Garrido!-- como ante la muleta de Simón. Un toro que se vino de largo dos veces hacia el caballo montado por Tito Sandoval, y después con alegre galope a los banderilleros en el segundo tercio, donde brillaron Yelco Álvarez y Jesús Arruga. Solo le pegaron de firme en la primea vara, porque la segunda fue un simulacro, y en estas condiciones pasó Mirabajo a la jurisdicción muleteril de López Simón, que se empleó con verdadera fruición a la tarea de dar pases en redondo por ambos pitones, como si lo fueran a prohibir, sin que apenas nadie secundara tan afanosa labor más que con unas palmas de cortesía al final de cada serie. En resumen: toro bravo y codicioso y torero empeñado en no dejar apenas rastro de su paso por Sevilla. Porque tampoco consiguió remontar la tarde con el quinto-bis, ya que el titular también fue devuelto por empeñarse en un pertinaz arrodillamiento. Fue un toro que a punto estuvo de herir a Vicente Osuna a la salida de un par de banderillas, y después de unas primeras arrancadas prometedoras le dio por acortar el viaje y cortar con ello en seco las buenas intenciones del matador. Media trasera y descabello. Silencio en las masas, ya notablemente reducidas, por la constante deserción del público, cuando se acercaba la anochecida.
José Garrido, en cambio fue la frescura que descascarilló la capa plúmbea de la corrida. Ya se ha hecho referencia a su quite por verónicas al segundo toro de la tarde, suerte que repitió para saludar al tercero, embraguetándose con él en un fajo espléndido y ceñido y en un quite por chicuelinas de lo más sevillano. Este toro de El Pilar fue el segundo pilar en que pudo sustentarse el prestigio del ganadero, porque el animal desarrolló una movilidad atosigante, un continuo embestir con la cara por abajo y el rabo empinado que obligaba al torero a no tener el menor respiro, mientras lo pasaba por la faja en redondo, por ambos pitones. Fue una faena emocionante y meritoria, subrayada por la música y ovacionada por el público. Una labor de calidad y entrega que firmó el torero con una estocada por el hoyo de las agujas. La oreja parecía impepinable, pero héte aquí que al toro pilarista le dio por amorcillarse y caminar al hilo de las tablas, circunstancia esta que provocó el aviso de la presidencia y la descortesía del personal, que inexplicablemente se enfrió y pidió tímidamente la oreja; tan tímidamente que a la presidenta le pareció insuficiente y no concedió el trofeo. Verá usted, doña Anabel: en casos como este es donde quien preside debe dejar a un lado el reglamentismo y aplicar el sentido común desde su condición de aficionada a los toros que, supuestamente le adorna. ¿Valió la oreja la labor del torero, en conjunto? Pues ahí está mi pañuelo blanco. Y punto. No saben bien el perjuicio que pueden causar estas decisiones, tomadas en la mayoría de los casos por un absurdo compendio de prejuicios. Dio la vuelta al ruedo José, es verdad, pero no es lo mismo que hacerlo portando un ramito de flores que una oreja ganada en buena lid.
Por el contrario, la paseó del sexto, uno de los toros más enterizos y más complejos de lidiar con lucimiento de la corrida de El Pilar. Aquí Garrido hubo de hacer un soberano esfuerzo para domeñar las arteras acometidas del toro, que solo hizo de bueno su apretón al peto del caballo de picar. Todo lo demás lo puso el torero, tirando de valor seco y sincero, pisando terrenos comprometidos, obligando al toro a golpe de voz a tomar la muleta, a pesar de su palmaria renuencia. Acabó liándose al animal de medio cuerpo para arriba en dos molinetes de rodillas y después a la cinura en una serie de naturales –ya casi fuera de control—que demostraron el efecto que la lidia empeñosa y eficaz había obrado en el comportamiento del toro. Fueron cuatro pases limpios y armónicos, en los que el toro pareció hasta noble y sumiso. Otro estoconazo cobrado a ley y, esta vez cobró la oreja, también de ley. Fue un remate de corrida a plena luz eléctrica, en el que se vio el alumbrar de un matador de toros que parece tener las máximas opciones para ponerse la vitola de figura del toreo. Solo necesita que los toros, los presidentes y los públicos le respeten.