Manzanares y Talavante, curso de toreo
La resaca (el chuchaqui, que le dicen en la América hispana), es ese estado de ánimo que se apodera del cuerpo humano después haber ingerido líquidos y sólidos, de variado jaez, forma continuada durante el fiestorro del día anterior. Ni que decir tiene que cuando este fiestorro se prolonga durante una semana completa, la cosa empeora de forma exponencial, al punto de que se llega a ese día que, aquí en Sevilla, siempre se llamó –a pesar de las voces que lo consideraban tan improcedente como peyorativo-- lunes de resaca. Era el día en que se servía el postre de los farolillos taurinos en el plato ovalado de la Maestranza, donde los toros de pedrajeños de Guardiola iban al caballo desde casi los medios del ruedo y la suerte de varas era el principal ingrediente del menú de la corrida.
Ayer, martes de esos farolillos taurinos, también fue día en que se acusaba la resaca del día anterior, donde la apoteosis julista y el inevitable sonsonete del indulto del toro de Garcigrande, llenaban el ambiente de esta Sevilla ferial y festera. Se hablaba de toros por las cuatro esquinas de la ciudad, a veces –pocas—con el afán de encontrarle peras –y peros-- al olmo de la realidad, porque la grandeza de las cosas grandes suelen traer enquistado el grano de la polémica y porque, en este país, las unanimidades son prácticamente indigeribles. Por eso era difícil que en la siguiente tarde de toros se produjera un nuevo éxtasis emocional. Los cuerpos, y las almas, también necesitan un reposo.
Sin embargo, cuando José Maria Manzanares le echó el capote al hocico al segundo toro de Núñez del Cuvillo, de nombre Encendido, se volvieron a encender las luces de la esperanza por vivir de nuevo una tarde de toros para el recuerdo. La suavidad con que movía la capa el joven Manzanares, recogiendo en su placidez carmesí el codicioso y bravo viaje del animal desató los primeros clamores de una tarde también encendida de primavera. Gran toro, este cuvillo. Bello de hechura, bravo y alegre en su embestida de largo recorrido. Chocolate-hijo lo pico certero en lo alto del morrillo y Rafael Rosa hubo de aguantar las acometidas veloces y ciegas del animal, que se arrancó como un tren a los banderilleros. Gran toro, vive Dios. ¡Mira que si se abriera de nuevo la Puerta del Príncipe!, pensaban los bienpensados. Y a fe que había motivo para ello, porque Manzanares fue desgranando una faena magnífica a un toro magnífico. Ampuloso y elegante el torero, con esa expresión estética y displicente que tiene en el empaque un elemento que imprime carácter y personalidad al arte que practica. Soberbios muletazos con la derecha, impecables lo pases naturales, en los que recoge al toro al ala salida de las suertes con un giro imperceptible de muñeca que lo deja colocado detrás de la cadera, para coser el siguiente muletazo. Los naturales, especialmente, de una suavidad y un temple fuera de lo común y los remates de pecho, llevando la muleta al hombro contrario, fueron de tal lentitud y tan alto regodeo, que a mi espalda, el genial guitarrista Paco Cepero comentó: da tiempo a que un niño se coma un paquete de pipas. No dejó nunca de embestir el toro con fijeza extraordinaria y bravura manifiesta y no dejó Manzanares de torear a placer. Gran faena. Gran toro, de alta nota. En la suerte de recibir, impecablemente ejecutada, el bravo animal recibió una estocada por el hoyo de las agujas. Dos orejones incontestables. Ahora bien, ¿por qué el presidente, mi buen amigo y buen aficionado Gabriel Fernández Rey, no sacó el pañuelo azul y premió al toro con la vuelta al ruedo? Espero que no me conteste que escarbó algunas veces, porque entonces perdemos las amistades. Ya basta de esa patraña, por favor.
A continuación, Alejandro Talavante presentó sus credenciales: aquí estoy yo, que tengo algo que decir en esta feria. Y vaya si lo dijo. Le sirvió de soporte el otro gran toro de la corrida, tercero de la tarde. El más encastado de los cuvillos y, por tanto, el que más y mejor transmitió emociones a los tendidos. Es preciso dejar claro que no peleó bien en el caballo de picar, porque hizo sonar el estribo en el primer encuentro y salió de naja en el segundo, llegando a los siguientes tercios pidiendo guerra. De ahí que el gran mérito del torero fue desbrozar la aspereza que desarrollaba el animal en los primeros compases de la faena, bajando la muleta con autoridad, pero con torería y templanza. El toro acusó el inteligente prólogo del torero y acabó tomando la tela roja con grandes desplazamientos y, en ocasiones haciendo el avión con los pitones. Pero, amigo, ¡cómo lo toreó de muleta Talavante! , especialmente en tres tandas de naturales en los que cada muletazo, largo y profundo, era un lambreazo de una belleza estética insuperable. Soberbio también Alejandro en este toro, al que mató de una estocada volcándose entre los pitones, le que le costó un serio achuchón. La oreja pareció escaso premio para el valor, el arte y el talento de Talavante, pero lo cierto es que tampoco el público arreció la petición del segundo trofeo.
El resto de la corrida fue decayendo, porque a Sebastián Castella le correspondió el lote de peor condición. El primero, mal presentado, de poca chicha y bravito, pero además flojo, acabó defendiéndose en el tercio final, y el cuarto, que metió los riñones en el segundo puyazo, fue duramente castigado en esta suerte y terminó a medio viaje, sin empujar nunca hacia adelante. Castella se entregó de lleno en una empresa que tenía escasas posibilidades de ser rentable. Se lo agradecieron con una ovación, aunque recibiera un aviso por su demora con la espada.
La Puerta del Príncipe no se abrió de nuevo porque el quinto toro de la corrida fue un inválido, así, como suena. Bravo, noble… pero inválido. Llegó al tercio de banderillas sin picar y, por supuesto al de la muleta amenazando con doblar las manos en cualquier momento. Este tipo de toros, que muestran nobleza extrema y fondo de bravura indiscutible, son descorazonadores. Manzanares lo toreó con especial cuidado en no forzar la velocidad –escasa—de su viaje, por temor que doblara las manos, y a fe que consiguió mantenerlo en pie; pero, ¿es esta la misión de un toro de lidia y la labor de un torero? Es cierto que el temple de Manzanares fue factor determinante para mantener el buen pulso de la faena, incluso el interés del público, y que si mata de una contundente estocada hasta pudiera haber petición de la oreja que serviría de llave de esta preciada Puerta del Príncipe; pero esta puerta, tan codiciada, no puede ser nunca trasera triste para un torero triunfador. El toro de Cuvillo no era mercancía válida para semejante disfrute. No obstante, la tarde de Manzanares fue redonda, de la más absoluta redondez. Sevilla sigue siendo su feudo más cabal, el que le mantiene una indisimulable fidelidad a su forma de concebir el arte del toreo.
Antes de salir el último toro de la tarde, llegamos a barruntar: ¿Y si fuera Talavante el que abriera la del Príncipe? Dos orejas al este sexto, y zas, ya están los costaleros preparados. Pero, nada. El toro fue un burraco basto de hechuras y reacio a embestir. Topaba en los engaños. Y además, Alejandro recibió un aviso. Todo se fue al traste. Todo, menos el regusto de dos toreos que, en muchos momentos, dieron un curso de toreo en la Maestranza.
Justo es consignar, también, que Suso brilló en la brega y con los palos, donde también destacó José Chacón, que Valentín Luján se libró milagrosamente de un serio percance y que se colocó el No Hay Billetes en la fachada de la Maestranza. Luce el sol y suben los termómetros. Hay motivos para el optimismo. Seguimos a la expectativa.