Caballero resucita el volapié
Refiere la historia –taurina—que un torero dieciochesco y sevillano llamado Joaquín Rodríguez y apodado Costillares fue el inventor del volapié. Y yo me lo creo, sencillamente, porque no tengo más remedio. No hay datos contrastados que prueben tal aserto. No hay grabados ni dibujos llegados hasta nuestros días que nos muestren al inventor de marras ejecutando su celebrado invento; en cambio, Goya nos dejó un aguafuerte genial, como todos los suyos, pero de Pedro Romero, el genio de Ronda que compitió en los ruedos –es un decir—con el mentado Costillares, según el pie de la obra que oficia de título matando à toro parado, esto es, al volapié.
Sea como fuere, lo cierto es que, en aquella muy lueñe fiesta de toros, llegó un momento en el cual los toros también se paraban. Se agarraban al piso, como dicen en México. Aquellos toros mansurrones y acobardados que pastaban en los latifundios de Utrera, morían sin defenderse. Se dejaban matar, digamos. A toro que no parte, partirle, rezaba el viejo aforismo de la supervieja tauromaquia. Y entonces Costillares, Romero, Pepe Hillo y compañeros mártires, se iban tras la espada –espada era, más que estoque— con la vista puesta en el morrillo del morlaco, que aguardaba inmóvil su inexorable destino, moviendo la muletilla bajo el hocico del animal y hundiéndole el acero por entre el lomo y el pescuezo, a la vez que levantaba graciosamente el pie derecho; es decir, volaba ligeramente el pie. De ahí el vuelapiés, que por degeneración fonética ha llegado a nuestros días como volapié.
Se pretende justificar esta larga perorata sobre algo que ustedes saben muy bien, a guisa de proemio de una crónica de toros, acerca de la corrida celebrada ayer en Madrid, dentro del abono de la feria de San Isidro, y en su festejo número diecinueve, en el cual, un torero contemporáneo ejecutó la suerte del volapié, sencillamente, a la perfección. Perfilóse el muchacho, corto de talla pero aguerrido como pocos, hizo el requiebro con las piernas para enfrontilarse con el toro, tomó impulso, avanzó despacio, bajó la muleta hasta el belfo del animal para que descubriera ese guá tan deseado que llaman hoyo de las agujas y con asombrosa lentitud, sin saltitos ni zambullidas, envasó el estoque en dicho lugar, hasta los gavilanes, saliendo limpiamente por el costillar. El costillar que Costillares, muy probablemente, eludiría con frecuencia. El artífice de la sorprendente resurrección de esta antañona suerte del toreo es de aquí, del Foro, y se llama Gonzalo Caballero. En sus manos, la resurrección del volapié, fue mismamente como una revelación. ¡Aleluya!
La tarde se había ido espesando, poco a poco, removida en la cazuela de Las Ventas por el cucharón de la protesta contra los toros de José Luis Pereda, un lote con poca chicha y mucha leña, en el que no faltaron a la cita nuestros amigos los cinqueños. Ayer, otros tres a la palestra. En puridad, solo pareció verdaderamente inútil para la lidia el primero, un morcillón, que iba y venía con gesto cansino tras las telas de torear, para acá y para allá, distraído, como si la cosa no fuera con él. Morenito de Aranda lo toreó de capa sin convicción y de muleta con monotonía exasperante, entre el malhumor del público. El toro, con la cara por arriba, el torero con la moral por los suelos. Media estocada habilidosa acabó con el quiero y no puedo de ambos. Mal empezamos.
El moreno de Aranda se fue a las proximidades de la puerta de chiqueros a esperar al cuarto, genuflexo y aparentemente tranquilo. Ahora bien, para tranquilidad la del toro, un bigardo castaño ojinegro, con dos trancos por pitones, que parecía arrancado de los esparragales de Zahariche. Parecía un miura. La escena es la siguiente: el torero, de rodillas, con la capa extendida ante sí y sobre la arena, aguardando cualquier indicio de por dónde le daría el cambio a su embestida. ¿Qué embestida? El de Pereda olisqueó la raya de cal, se paró ante el osado retador y luego, como en el soneto de Cervantes, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Vamos, que salió de naja, despreciando al arrogante arandino. A este toro también le protestaron. Realmente, si no yerro, los cinco primeros toros fueron, más o menos, protestados. Nos sería por los pitones, todos de notables dimensiones. Quiero creer que sería por lo vareado de sus carnes… o por la tablilla del peso (algunos pesaban “poco”, poco más de 500 kilos). La verdad es que el toro, aún manifestando alguna flaqueza, cumplió en varas y se empleó bravamente en la muleta, permitiendo a Morenito ofrecer algunas fases especialmente lucidas, sobre todo una en redondo con la derecha que tuvo, temple, mando, hondura y ligazón. Después de un final de torero empaque montó la espada y dejó medio espadazo que el toro apenas acusó, por lo que decidió entrar de nuevo, colocando un bajonazo de tomo y lomo. Y eso afeó la cosa y enfrió el ánimo de los espectadores. Aviso al canto, pero también abundantes aplausos.
Iván Fandiño también sufrió las invectivas del público hacia el ganado. El primer toro de su lote, segundo de la corrida, fue duramente protestado, a pesar de lo cual el de Pereda se arrancó al caballo de picar como una bala y por dos veces, apretando de firme bajo el peto. Quitó la razón a quienes creyeron ver cierta flojedad, porque el toro no se cayó durante la faena ni una sola vez. Fandiño se esforzó por abstraerse del enfado de una parte del público y estuvo valiente, en una faena de muleta en la que sobresalieron las bernadinas finales… y poco más. Media estocada y descabello. Ovación para el torero.
El quinto se protestó menos y, ciertamente, fue el menos toro de toda la corrida. En cambio ofreció un carácter arisco, de toro encastado a la defensiva, tirando hachazos a todo lo que se movía, torero incluido. Iván lo recibió con una larga afarolada a porta gayola que le salió limpia y expresiva, y trató de encarrillar su indócil acometida. Esfuerzo baldío. Era toro de hule, como decían los antiguos. O, mejor, por la cosa de los hachazos, un toro-aizkolari. De esto sabe mucho Iván Fandiño, que para eso nació en Orduña. Daba no sé qué ver al torero vasco contonearse delante del de Pereda, ante la artera mirada del animal, lo mató de una estocada desprendida y parte del público le premió con aplausos.
Ya hemos descrito el momento cumbre de la tarde: el de le ejecución del volapié como modelo de la suerte suprema de la lidia. Y su autor: Gonzalo Caballero. Merece la pena, también, resaltar su valor sereno y su capacidad para hacer oídos sordos de la matraca que suele escucharse en este Plaza cuando el torero no sigue las “instrucciones” del profesorado que se sienta en el tendido… y que no suele ser entendido en la materia. La culpa de esto la tiene el toro, no el torero. Si el toro repitiera las embestidas sin solución de continuidad y no se parara unos segundos entre pase y pase, verán como nadie rectificaba posturas y alineaciones. Su primer toro, tercero de la tarde, fue de los serios de verdad, con trapío, que cumplió en varas y al que se arrimó Gonzalo de veras, sin tapujos, centradito y valiente, a pesar de que el animal hacía amagos con rajarse. Después, eso sí, vino lo del volapié, y la Plaza se volvió del revés, estallando en una encendida y unánime ovación.
El sexto no fue protestado. Eran 610 kilos de toro y dos pitones respetables. Empujó en varas y le dio por embestir a la muleta de un muchacho que aspira a ser figura del toreo, y no a jugar en la NBA. La comparación entre toro y torero, desde el punto de vista físico, visual, era francamente una irresponsabilidad. Tomen nota: un jovencito vestido de gris perla y oro ofreciendo la muleta a un torazo cinqueño cuyos pitones estaban a la altura del flequillo del torero. Citaba Gonzalo con la muleta y su bracito describía un arco acorde con sus medidas corporales, por tanto, cuando ya había estirado al máximo este miembro superior todavía quedaba medio toro, más o menos, por pasar delante del torero. Un despropósito. Una lid desigual. Menos mal que el toro fue bravo y noble, y ello permitió que viéramos pasajes de la faena francamente lucidos. El público, viendo la desproporción brutal entre los contendientes, jaleaba al torero en cada serie, y éste salía milagrosamente indemne de cada embroque, por la imposibilidad física descrita, especialmente en una manoletinas escalofriantes. Se tiró a matar con la misma seguridad y con las mismas secuencias que las mostradas ante su primer toro y volvió a colocar una gran estocada, esta vez refrendada con un golpe de verduguillo. Sonó un aviso y dio la vuelta al ruedo.
La tarde, soleada, veraniega, metió a más de dos tercios de espectadores en los graderíos de Las Ventas. Hubo un emotivo minuto de silencio tras el paseíllo, homenaje a Víctor Barrio, que ayer hubiera cumplido 30 años. Cuatro más que este Caballero de capa y sombrero, pero sobre todo espada, que ayer nos enseñó a plena luz la vieja norma del volapié. Costillares no lo hubiera hecho mejor.