¡¡Y eran de Domecq!!...
Veníamos de disfrutar de dos tardes de toros consecutivas. Digo bien, de toros, que lo de los toreros vendría después: primero, los de Cuvillo, con el cromatismo de sus capas y la variedad de sus comportamientos; después, los de Alcurrucén, con fidelidad al dibujo de su estirpe y con un toro extraordinario para echar la persiana de la corrida. Así, pues, tanta dicha podría quebrarse con la corrida de ayer, herrada con la estrella de seis puntas de los alféreces provisionales, osease, de Jandilla.
De un tiempo a esta parte, lo tienen crudo los jandillas en Madrid. En la jerga taurina contemporánea, decir Jandilla, fonéticamente, viene a ser algo así como decir rosquilla, dulce de leche, golosina para figuritas del toreo: Mira, Fulano mata otra vez los jandillitas. Ya podrá. Así se escribe la historia. En este farragoso faranduleo taurino, te ponen un remoquete –un sello—de este porte y te buscan la ruina. Injusto, equivocado, absurdo o venal, pero te lo ponen y te la buscan. La ruina.
No es de extrañar, por tanto, que el temor al fracaso de los jandillitas para figuritas marcara la tarde de la decimosexta de abono de la feria de San Isidro. Ruina.
Sin embargo, ya ven. De pronto Borja Domecq embarca un lote de cinqueños, de muy seria apariencia, armados hasta los dientes, y la divisa azul de los prados de la Janda se cubre de gloria. Resulta, que los jandillas de Domecq son bravos, encastados, fuertes y poderosos. Bravos como la lumbre, recios como el tronco de los acebuches que merodeaban sus ancestros y altivos ante el castigo alevoso que se esconde tras el murallón de los piqueros.
Todo comenzó en el segundo toro de la tarde, de nombre extraño (¿cómo se puede llamar Hebrea a un toro de lidia?) pero de bella hechura… y excepcional comportamiento. Los antiguos revisteros dirían que salió al ruedo con muchos pies, y estarían en lo cierto, como cierto también es que no tardó en parárselos Sebastián Castella, con un reposado toreo a la verónica. Al poco tiempo, se arranca de largo, como un tren, al caballo que monta José Doblado y casi le dobla la vara de picar. ¡Qué forma de empujar! Fueron dos entradas en tromba, de galope largo, como pocas veces se ve en esta Plaza. Perdió las manos el toro, más por inercia del galope que por debilidad, porque lo que vino después fue tremendo: una fijeza en el torero y en la muleta que le ofrecía y un galopar constante, hocicando sobre la arena y los pelillos rojos de la franela. Una máquina de embestir, sin hacer ningún amago extraño ni utilizar una mínima picardía. Toro para llevárselo a casa (es un decir) y seguir toreando.
Entiéndase el eufemismo: se quiere decir que fue un toro para que regresara a la dehesa de Los Quintos, en Badajoz, que es donde debería estar de aquí a un rato, y no descuartizado por el matarife. En cualquier caso, toro de bandera. Un toro que fue víctima de ese absurdo pie en pared que, en la cuestión del indulto, se ha instaurado en Las Ventas sin que nadie lo requiera.
Sebastián Castella fue el afortunado con Hebrea… y viceversa. Porque hay que ver lo bien que lo entendió el monsieur de allá arriba, lo templado y ceñido que lo toreó de muleta y la lección de mando y dominio a la vez que ofreció sobre el ruedo de Madrid. Un toro sensacional para un torero sensacional. Faena compuesta por pases cambados de angostura máxima, ayudados por bajo, y trincherillas, antes de pasarse al toro por la barriga a derechas e izquierdas, con algunos cambios de manos prodigiosos, sobre todo aquél que acabó en un natural redondísimo e interminable. Magnífico Castella, pero no categórica la media estocada. De lo contrario, las dos orejas caen en el esportón francés, de todas, todas. Detalle para el recuerdo: la decisión de Castella de dejar el desarrollo de la muerte del toro sin molestar sus cercanías. Digna muerte, de un toro excepcional. Una estampa bella, pero innecesaria. Si hubiera vuelto a los corrales y curado sus heridas, nuestro campo bravo hubiera contado con una joya para futuras generaciones de lidia. La vuelta al ruedo a su cadáver fue un homenaje póstumo emotivo, pero inútil. ¿Qué más tiene que hacer un toro bravo para que alcance el supremo beneficio del perdón de su vida? Ah, ¿qué era de Domecq? ¿Acaso que escarbó durante la lidia? ¡Valiente patraña!
A Sebastián Castella le concedieron la oreja de Hebrea y paseó el trofeo serio, pero feliz. En el fondo, sabía que le había servido en bandeja la Puerta Grande.
La puedo conquistar en el quinto-bis, de Salvador Domecq, otro cinqueño, para no variar, que salió al ruedo sustituyendo al titular, que, casualmente era el único herrado con el marchamo de Vegahermosa, el segundo hierro de Borja Domecq. Era un castaño (el menos toro de la corrida) que fue devuelto por blandear –no fue un inválido, desde luego—cuando ya se había cumplido el tercio de banderillas. Tardía decisión del señor presidente, que dejó a todo el mundo –peticionarios del pañuelo verde, incluidos—estupefacto. El otro domecq, de linaje idéntico, se comportó de forma más arisca que sus ancestrales vecinos de cercados. Tenía mucho que torear, porque reponía terreno a la salida de los pases y obligaba al torero a perder pasos para encontrar la ligazón. Firme Castella, valiente, seguro, esforzado y ambicioso. Buscaba otra oreja que le abriera la Puerta de Madrid. No fue una faena de relumbrón –no podía serlo—, pero a fuerza de aguantar y de llevar toreado al toro hasta el final de las suertes, logró varios pasajes de mucho mérito que levantaron unánimes ovaciones. Unánimes... o, al menos, ampliamente mayoritarias, porque esta vez, el público de Madrid se extendió a todos los tendidos de la Plaza. Pinchó antes de la estocada al encuentro, y la lenta muerte del animal propició que le enviaran dos avisos. Pero no importó demasiado esta advertencia, porque Castella se vio obligado a salir a las afueras del ruedo para saludar el clamoreo de los tendidos.
López Simón sorteó también otro toro de premio. Otro gran toro de Jandilla que se lidió en tercer lugar. Bravo, encastado, fuerte, que galopó de forma espectacular durante el tercio de varas y durante toda la faena de muleta. Larga faena, en la que Simón dejó pocos recuerdos en la memoria del aficionado. Lo pasó de muleta en varias series por ambos pitones, pero, en honor a la verdad, apenas despertaron especiales entusiasmos. Otro toro que tiene pocas pegas que poner en los tres tercios, peleó y embistió sin descanso, sin flaqueza visible. Magnífico toro. ¿Qué pasó, pues? Que Simón no dio con la tecla. Simón es pescador, no pianista. Eso sí, lo mató de una contundente estocada.
El sexto fue el único cuatreño que se lidió en la corrida y fue el toro de Jandilla más encastado. Un toro de los de antes. Le tapas el hierro con un velcro, muestras después su identidad, y los militantes del torismo contemporáneo se caen de culo. Encastadísimo, embistiendo con viaje temperamental y agresivo, pedía sometimiento por abajo. López Simón trató de darle esta medicina, pero cuando ya el toro había perdido su iracundia, fue perdiendo también fortaleza y se aplanó. Ahí acabó todo, porque esta vez el torero pinchó dos veces antes de la estocada y sonó un aviso.
Anunciaba su despedida del público de Madrid Francisco Rivera Ordóñez, que desde hace unos años se anuncia en los carteles con el apodo de su señor padre: Paquirri. Tuvo el peor lote, el primero, un sansirolé que iba y venía sin entusiasmo. Francisco lo muleteó en el mismo son y ello invitó a que parte del personal se cabreara. Murió el toro de un pinchazo en todo lo alto y certero descabello. Nada que destacar. Tampoco mucho en el cuarto, un torazo con los pitones arremangados y astifinos, al que Paquirri le puso tres pares de banderillas de correcta ejecución. Comenzó la faena sentado en el estribo y dibujó dos tandas por el pitón derecho correctas, antes de que el toro se rajara escandalosamente. Lo despenó de una estocada y le tocaron levemente las palmas. Se va de Madrid y, al parecer, del toreo. Con él se van los glóbulos rojos más toreros de todo el escalafón. Eso nadie lo puede dudar.
Brillaron en la tarde especialmente las cuadrillas, en la brega José Chacón (¡que ferión has echado, amigo!), que también clavó magníficos pares de banderillas, junto a sus compañeros Viotti y Herrera y los de las demás cuadrillas, Siro, Arruga, Chicote y Vicente Osuna. Junto a ellos, los picadores, que, en conjunto, tuvieron faena de la buena en esta tarde de toros. De toros encastados, bravos y fuertes. De toros cómo los que demanda la afición de Madrid, torista donde las haya.
¡¡Y eran de Domecq!!...