Las Ventas de los Inválidos
Al paso que va la burra vamos a tener que mirar para arriba, más allá de los Pirineos y decirle a la Francia admirada (taurinamente hablando) que aquí, en la capital de reino de España, se empieza a estudiar el caso de adaptar la joya histórico-artística de su plaza de toros a la utilidad que en su día prestó el llamado Palacio Nacional de los Inválidos de Paris, que también es pieza arquitectónica de museo universalmente conocida. Visto lo visto, en los trece espectáculos, trece, que llevamos de feria de San Isidro, al Monumental recinto de Las Ventas viene a parar un notable contingente de cornudos ejemplares de nuestro campo bravo para recluirse en Las Ventas y mostrar su palmaria debilidad, a la manera que hace ya lo menos cuatrocientos años, se alojaban en las palaciegas instalaciones parisinas miles de soldados lisiados y fuera de servicio, mucho antes de que se levantara el mausoleo del sarcófago que contiene los restos de Napoleón Bonaparte. Las ciudades de Madrid y Paris, pues, bien podrían estar hermanadas por causa de la flagrante coincidencia de un mal compartido: la invalidez. Acá, los toros doblan las manos, y de la gloria de su estirpe solo queda un lejano recuerdo; allá, los soldados, doblaban la cerviz, y de su heroísmo solo quedaban mancaduras y cicatrices.
Cuando se llega a esta conclusión después de una tarde de toros, es que la cosa va tomando un cariz cetrino, y la nube de pesadumbre que se cierne sobre el panorama ganadero de nuestro país va poniéndose del color de la lombarda. A ver quién es el guapo que no se agarra un cabreo monumental cuando ve a tanto toro desposeído del carácter que da sentido a su peculiaridad biológica (la bravura y la casta) y desvencijado de las constantes motrices de su anatomía (la resistencia y el poder). A ver qué palo, por firme que sea, aguanta esta vela.
El caso es que ves el elenco de ganaderías de esta feria de San Isidro, pasas revista a la cantidad de toros que se han tambaleado y claudicado a las primeras de cambio, miras el resto que queda por salir al ruedo de Las Ventas y te echas a temblar. Como esto siga así, no hay santo Patrón que arregle el desaguisado. Ni cuerpo que lo resista.
Iban apareciendo ayer por el chiquero los toros de Valdefresno, abantos, mansurrones, pegando arreones y camballadas (como los beodos del trasnocho salían antaño de las cantinas de la estación), se daban de bruces con la arena y te daban ganas de pedir el libro de reclamaciones. ¿Pero, a quién? ¿A la empresa? ¿Al ganadero? ¿A los toreros? ¿A los veterinarios? ¿A Napoleón Bonaparte? Nadie, que yo sepa, quiere que una tarde de toros se dilapide de esta manera. Nadie quiere perder dinero. Nadie quiere perder prestigio. Nadie quiere que llegue su Waterloo.
Estaremos de acuerdo en todo esto, pero también en que es menester buscar soluciones para la endémica cuestión que asuela a las ganaderías de lidia españolas: falta casta y fuerza. Imagino que ustedes razonarán que es cosa resobada y archisabida, pero oigan, no tan escandalosamente evidente como se nos mostró ayer a lo largo de dos horas y pico de corrida. La gente que cría el toro bravo tiene que ponerse las pilas.
No salvo de la debacle a ninguno de los toros de los herederos de Nicolás Fraile, ni por supuesto a los dos que se lidiaron con los apellidos de sus hijos, Fraile Mazas, que para el caso es lo mismo. Cuando llegan tardes de esta bajura de nivel, los ganaderos -- todos-- suelen rebuscar cualquier indicio de bravura, como una arrancada al caballo, ¡una! (el sexto), o una docilidad mansueta, que apenas aguanta la mitad de la faena (el segundo). Es el clavo ardiendo al que se agarran, como el mal estudiante que airea su notable en una maría, para justificar el fracaso en el resto de las asignaturas principales. Como conozco y aprecio a esta familia ganadera, supongo que no se mentirá a sí misma, aunque sea piadosamente. Si así fuere, debe hacérselo mirar.
El caso es que, de los dos sobreros que saltaron al ruedo (que pudieron ser más), el primero, de Adelaida Rodríguez, lidiado como cuarto --¿pero cuándo se va a poner seria la autoridad y negará esa argucia de correr turno?—también fue un inválido y se fue tras los bueyes de Florito, y el sustituto de Carriquiri se pasó media parte de su vida en el ruedo pasando revista a cuantos le rodeaban, a pie y a caballo, para terminar mintiendo a propios y extraños cuando pareció meter la cara en el capote de brega de Juan Contreras, sobre todo por el pitón izquierdo, y luego apenas aguantó un par de series por el derecho. Lo mismo pasó con el segundo de la tarde, que pareció recuperarse tras el tercio de banderillas y se fue viniendo abajo estrepitosamente. El resto, un muestrario de bóvidos negros y huesudos, altos de cruz y blandos de remos. Un calvario para los toreros, una pesadilla para el ganadero y un castigo inmerecido para el santo público. Un surtido de zombis sin rumbo ni codicia. Una ruina.
A tenor de lo dicho, me permitirán la licencia de no incidir más de lo justo en la labor de los toreros. Diré, eso sí, que Daniel Luque vivió su tarde de cara o cruz en Madrid viendo cómo la moneda caía de canto. Ni el titular de Valdefresno ni el sobrero de Carriquiri le permitieron esbozar siquiera su buen estilo capotero y su condición de buen muletero. Y que Fortes se puso bonito ante un toro noblón, al que inició faena por naturales de rodillas, y después no tuvo más opción que abreviar, eso sí, siempre seguro y compuesto. El quinto, de Fraile Mazas, fue un toro que no transmitía la menor emoción. Torear sin toro, se me antoja un esfuerzo baldío y patético. Fue la secuencia poco edificante de contemplar a un torero a gorrazos con un toro. Algo parecido ocurrió con Juan Leal, que se lió a dentelladas con el tercer toro, rajado, manso, inservible, toreando de capa con arrebato e iniciando la faena de muleta con una espectacular pedresina. Daba cierta ternura ver a un muchacho que sueña con una tarde en Madrid por San Isidro, la que puede marcar el devenir de su incipiente carrera, y comprobar cómo aquél toro metía la cara entre las manos y reculaba hasta la barrera, con el chico acosándole, muleta en ristre, por acá, por allá y por acullá, hasta que consiguió endilgarse una especie de circulares encadenados citando con el culo, que me pareció cosa horrorosa –no el culo, los circulares--. Un atisbo de alegría apareció en la Plaza cuando el sexto se fue al caballo como un rayo; pero como el Rayo de Luz de la Marisol de nuestra adolescencia, fue cosa fugaz, porque ese toro de Fraile Mazas comenzó a deambular en torno a la frágil figura del francesito, cuando éste se puso a torear sin probaturas con la mano derecha, tratando de conducir una embestida desequilibrada, como cabreada y sin interés. Un asquito de toro que acabó empuntando al torero por la parte alta de la taleguilla. Menos mal que el frailemazas no quería pelea y renunció a buscar la presa, con lo cual, Leal salió ileso del trance, mientras sus leales batían palmas de consolación. Realmente, las únicas palmas fueron para este torero –tras la muerte del tercero se convirtieron en ovación—y para Fortes, por aquello de su apabullante serenidad y buenas formas. Los tres, por cierto, se extendieron demasiado en manejar lo inmanejable, y mataron regularmente, por lo que salieron a aviso por barba.
Si no fuera por la calorina que cayó implacablemente sobre quienes ocupábamos los dos tercios del aforo de la Plaza, podríamos acabar recurriendo al eufemismo de que asistimos a una tarde de abrigo; pero en realidad fue una experiencia que da motivos para sumergirnos en la desazón que provoca un panorama ciertamente sombrío.
Si la Plaza de Las Ventas se convierte en el Palacio Nacional de los Inválidos, apaga y vámonos. Me hago del 7.