La corrida insípida
Las corridas de toros se clasifican según un original baremo y se califican con un bamboleante abanico de adjetivos, en la mayoría de los casos apoyados en epítetos que pretenden clarificar el grado de satisfacción o de decepción que hayan producido en las gentes que acudieron a presenciarlas. Bien entendido, que las corridas son buenas, regulares o malas según criterios del más curioso y variopinto pelaje, esto es, del grado de autoridad o competencia que tiene la opinión de quien la formula. Los públicos de toros son, por definición, una colosal patulea de opiniones, la mayoría de las veces absolutamente antagónicas, aunque no por ello dejen de defenderse hasta el paroxismo.
Dentro de esa primaria clasificación –y calificación--, están las corridas que protagonizan toros con el picante producido por la casta brava o la sosería huidiza que se manifiesta en la mansedumbre. Ambas clasificaciones son válidas, incluso necesarias. Lo que no tiene razón de ser es la corrida insípida. Si aquello no sabe a nada, es la nada misma. Los toros insípidos, además, ocultan la veracidad del peligro, que es lo peor que le puede ocurrir al torero que se pone delante de la insipidez bovina. Lo que los taurinos llaman peligro sordo, en un ejemplo más de mala utilización de la semántica. El peligro no se oye. Se ve o no se ve. Se palpa o no. Incluso se huele; pero jamás se oye.
Los toros salmantinos de El Pilar que cría Moisés Fraile fueron un ramillete de abundante carne con cuernos, pero fofos por dentro, en lo que al caudal de casta brava se refiere, y al límite de resistencia para soportar la fatiga de la lidia. Iban y venían, de acá para allá, entraban con prontitud a los caballos de picar y seguían los trapos rojos de la muleta con cansino viaje, al borde del trote cochinero, como si trajeran aprendida de memoria la función que habrían de desempeñar en el ruedo: embestir despacito, con el hocico por abajo, para que los artistas se explayen y muestren lo más florido de su repertorio. ¿Qué caudal de emociones pueden transportar a los tendidos semejantes bóvidos rumiantes, si dan la impresión de estar resignados a soportar varias raciones de muletazos antes de sucumbir por la hoja de la espada? ¿Cuántas veces hemos repetido que esta Fiesta nuestra se cimenta en la zapata de la emoción? Pues bien, la emoción ha de ponerla, en primer lugar, el toro. Casta, poder y pies, decía Ortega y Gasset, para definir la trilogía que identifica al toro de lidia. Totalmente de acuerdo. Después vendrán otros aditamentos, complementos o guarniciones, como la clase, la nobleza o la capacidad de resistencia para soportar el curvilíneo toreo moderno, de pases encadenados entre sí; pero sin la codicia del toro y la evidencia del riesgo, lo que ocurre en el ruedo –por meritorio y riesgoso que sea-- no sabe a nada. Es insípido.
De los siete toros que salieron ayer al palenque enarenado madrileño solo el sobrero de Charro de LLén se libró de la insipidez. Fue un castaño de justas libras, pero con dos pitacos afilados y con cinco años bien cumplidos, que acudió con encastada embestida a la muleta de Manzanares, que el viento se empeñaba en ondear. El torero no solo hubo de soportar las ráfagas ventosas y el temperamento del cornúpeta, sino las imprecaciones destempladas que salían de una parte bien localizada del graderío. Debe ser muy difícil torear en estas condiciones, pero Manzanares hizo de tripas corazón y pasó la prueba con dignidad, consiguiendo, incluso, algunos muletazos aislados con ambas manos de buen porte. El toro jamás claudicó en la pelea, excepto en el embroque de la suerte suprema, donde perdió las manos y desvió la trayectoria de la estocada. Más leña para la fogata de los beligerantes.
El quinto fue el único toro del Pilar que no tenía las pilas agotadas y mantuvo hasta el final su reserva de casta. Era un tren de pelo listón chorreado, tan largo, tan largo, que en los pases de pecho parecía que no terminaba de pasar toro por delante de la pechera del torero, lo que hacían interminables los remates de las series. Unas series, por cierto, bien ensambladas, porque el toro repetía con el morro por el suelo, posibilitando la ligazón. Y como José María es torero que escenifica muy bien el empaque y compone a las mil maravillas la estética de su figura, podría decirse que algunos pases en redondo y varios naturales le salieron bordados, dígase lo que se quiera.
Ahora bien, el ambiente no estaba para empaques ni postureos, palabra esta última de nuevo cuño, como denuncia el subrayado en rojo del corrector automático. La quito, pues. Manzanares es torero esencialmente artista, con una capacidad poco común para hacer de las suertes una especie de danza, plena de ritmo y armonía, algo que, por cierto, no está hecho para el acre que con tanta fruición degustan ciertos paladares. La estocada mortal hizo que la Plaza se cubriera de pañuelos, aparentemente en mayoría, si no absoluta, si suficiente para que el presidente otorgara al diestro la oreja del toro, lo cual fue el detonante que hizo estallar una pequeña revolución en la Plaza, entre los satisfechos y los subversivos. Es más, creo que muchos pañuelos se airearon para castigar a los insurrectos, más que para premiar al torero.
El resto de la tarde de toros se la repartieron a medias entre el viento y la insulsez del ganado. No me extenderé demasiado en consignar las naderías de Padilla, que hizo un ejercicio de voluntarismo taurómaco en el toro que abrió la corrida y se esforzó por conducir el viaje cansino y humillado del cuarto, un colorado que se rendía a la menor exigencia; o la paciencia de Miguel Ángel Perera en el tercero, aguantando el tipo frente a las oleadas de viento y la embestida mortecina de un animal que andaba por allí medio lelo, como el reo que sube al cadalso con el capirote sobre el rostro y las manos atadas a la espalda, una situación muy parecida a la que hubo de afrontar en el sexto, otro toro grandote y amodorrado.
Así finalizó la corrida más controvertida y amorfa de lo que llevamos de feria. Un sobrero y una sonora discrepancia fueron sus datos más significativos. Las caras largas, acompañadas de un rumor espeso, desfilaban por el patio del desolladero, camino del metro de Ventas o en busca de un cafelito caliente y bien azucarado. Las corridas insípidas dejan mal sabor de boca. ¡Qué contrasentido!
Madrid, Plaza de Las Ventas. Feria de San Isidro. Decimoquinta de feria. Ganadería: El Pilar,corrida amplia de carnes y generosa de cuerna, pero muy baja de raza y de fuerza, salvo el 5º, con más movilidad y entrega.el 2º fue devuelto por flojo y sustituido por un cinqueño de Charro de LLén, que llegó codicioso al tercio final. Espadas: Juan José Padilla (de verde botella y oro), pinchazo y media estocada (aviso y pitos), José María Manzanares (de negro y azabache), pinchazo y bajonazo (aviso y silencio) y estocada (aviso y oreja con fuerte división) y Miguel Ángel Perera (de azul y oro), estocada desprendida (aplausos) y estocada y dos descabellos (aviso y silencio). Entrada: Lleno. Cuadrillas: José Antonio Barroso picó bien al quinto toro, bregó con acierto Rafael Rosa y se lucieron en banderillas Curro Javier y Luis Blázquez. Incidencias: Tarde soleada y ventosa. Asistieron de nuevo al festejo don Juan Carlos de Borbón y la Infanta doña Elena. Los tres toreros brindaron al anterior monarca la muerte de sus primeros toros.