La doctrina del 2,90
Joselito el Gallo lo vio claro hace casi un siglo: hay que construir plazas de gran aforo para permitir que bajen los precios de las localidades y volver a llenar los tendidos. Como lo pensó, lo puso en práctica. Promovió la construcción de la primera Monumental, en Sevilla allá por el año 17, y encargó a su amigo José Espeliú y Arruga la actual Monumental de las Ventas. Aquella, como se sabe, nació gafada –se derrumbó parte del graderío en las primeras pruebas de carga—y duró un suspiro –apenas cuatro temporadas—porque competir con la Maestranza es poco menos que una temeridad. Pero la idea fue preclara: si no se bajan los precios, el público de toros de aquella España sórdida y paupérrima podría ir dando la espalda a su espectáculo favorito, porque ya quedaban pocos colchones que empeñar.
No voy comparar la situación de aquella España de la segunda década del XX con ésta del XXI, pero en lo tocante a los bolsillos de los españoles y a sus gobernantes, la cosa estaba, antes y ahora, del color de la lombarda, con sus rifirrafes políticos y sus alharacas doctrinales dentro de un “arco parlamentario” fraccionado y guerrillero en su lucha por el poder. Y, mientras, en la calle, la gente de a pie tiesa como la mojama. No es comparable, insisto, la “tiesura” de ambas épocas, porque mientras nuestros abuelos o bisabuelos suspiraban por el borbolleo de un cocido en la buhardilla o una sartenada de carne sobre la trébede, en las cocinas de muchos de sus descendientes no faltan –afortunadamente– los electrodomésticos, aunque escasee la manduca.
Entrando en el tema que nos ocupa, llevamos casi una década viendo las orejas al lobo porque las plazas de toros, Monumentales o no, se van despoblando de clientes. Cada vez más. Dícese, y con cierta razón, que la gente del común de esta España nuestra va perdiendo afición taurina, que se desplaza hacia otras ofertas de ocio, especialmente la que se más seducen –por más populares y asequibles– a las nuevas generaciones. No se puede negar la evidencia, desde luego; pero también es evidente que el otro gran espectáculo de masas, el fútbol –salvo en los clubes que cuentan con una multitudinaria masa social–, cada vez tiene menos presencia de público. Como el teatro, como el cine… ¡Ay, el cine!
Los cineastas españoles claman al cielo porque el Estado no les ayuda, o al menos no les subvenciona como antes. Les grava fiscalmente, como al resto de los espectáculos públicos. Y las salas se han ido quedando vacías. Así que alguien ha tomado la iniciativa de probar con una oferta tan insólita como audaz: ofrecer durante tres días, a través de venta “on line”, las entradas a 2,90 euros, a ver qué pasa. Y ha pasado que se ha disparado la demanda, a tal punto que solo en Madrid han acudido a acreditarse en la página web correspondiente 300.000 personas. Bien es cierto que el Gobierno ha apoyado la iniciativa –ignoro hasta qué punto–, pero los cines se han llenado hasta el palo del gallinero.
Nadie espere que proponga una rebaja tan brutal para las entradas de toros. El cine y la tauromaquia, en este aspecto, no son comparables. Sin embargo, no estaría de más que la gente de coleta, los empresarios, los ganaderos y, en fin, todos los que componen el “cuadro de actores” de la Fiesta –incluidos por supuesto los propietarios del inmueble, sea público o no– se pusieran las pilas y tomaran nota del suceso cinematográfico del año. Si la oferta es asequible, el público responde. Insisto en que ni las cifras ni el sistema son equiparables –una película puede estar en cartel muchos días en la misma sala sin que la taquilla se resienta–, pero algo habrá que hacer para recuperar clientes en las plazas de toros. De momento, un replanteamiento general del estado de la cuestión, tanto a nivel legislativo como organizativo y divulgativo es de suprema urgencia. Estos son los tres pilares fundamentales que hay que reformar en la estructura de la fiesta de los toros. Pero hay que hacerlo ya, porque un espectáculo como el taurino, con los tendidos casi vacíos va camino del pudridero, si se me permite la expresión. Y no me vengan con que si el toro, que si el “toreo eterno”, que si el fraude, que si patatín que si patatán. Los piojos y las liendres, por muy molestos y lesivos que sean, jamás pueden encontrar refugio en la calvicie.
La noticia es que el cine a 2,90 ha pegado un pelotazo de asistencia. Las colas de público han vuelto a las portadas y vestíbulos de las salas de proyección. ¿Le han salido las cuentas? No lo sé. Pero, desde luego, estos 2,90 han servido para despertar las conciencias de quienes promueven la industria del celuloide. Soy consciente de que las gentes del toro no son muy proclives a estos despertares. Prefieren vivir en una modorra permanente. Están en el día a día, sin mirar para adelante. El que venga atrás, que arree. ¡Menuda filosofía!
Las “canales del invierno” sí que arrean en estas fechas. No lo digo por la climatología lluviosa que muestran los mapas meteorológicos del país, sino desde el sentido de poquedad que encierra el popular adagio taurino. Vuelvo al principio: si Joselito creyó encontrar en las plazas Monumentales la panacea para bajar drásticamente los precios y reclutar fieles en los graderíos, la doctrina del 2,90 debería ser un lema aplicable a la fiesta de los toros. Sin fijarse en la cifra, sino en su significado. En toda jurisdicción que se enmarque en las coordenadas de la necesidad y la eficiencia, más importante que la letra es el espíritu.