Tal día como hoy, en Madrid…
La fotografía que se muestra tiene exactamente cien años. Hace un siglo, tal día como hoy, 16 de octubre, se anunció en Madrid una corrida de toros que reunía todos los ingredientes de gran acontecimiento taurino: la alternativa del nuevo “fenómeno” del toreo, Juan Belmonte García, novillerito de moda que tenía encandilados a los aficionados de la corte y mosqueada a la numerosa tropa del ejército “gallista”, a la sazón al mando de un jovencísimo general –18 mayos– con mando en plaza; en plaza de toros, se entiende. Dícese que por aquél entonces, en los batallones de por allá abajo –tertulias y mentideros sevillanos– se mascullaba el recóndito deseo de un fiasco monumental de ese “Der Monte” que con tantos tufos osaba disputar la primacía a su Joselito del alma, ya matador de toros hecho y derecho poco más de un año antes. Y acertaron. ¡Vaya que sí! ¡Menudo cisco se formó aquella tarde de otoño en la plaza de toros madrileña! ¡Pobre Belmonte!
Analicemos la instantánea: en el ruedo de la vieja plaza de toros de la carretera de Aragón, un gonfalonero en chaleco y mangas de camisa cita con el confalón de su chaqueta a un torillo que busca refugio junto al entablado del burladero del 8, aturdido por el intempestivo acoso, mientras revolotean en derredor de ambos un piquete de esforzados aficionados –algunos blandiendo bastón– coronados por el canotier de la época o la gorrilla de diario. Entre la patulea de tan encrespada infantería, pululan no menos desconcertados, tres banderilleros que supuestamente tratan de sofocar el tumulto. Y entre tanto, se supone también que los toreros, Machaquito, Rafael el Gallo y Juan Belmonte, contemplarían la escena con los livores del miedo en el cuerpo. No al toro, del que cada cual bien sabían librarse, sino a lo que podía conducir el comportamiento de aquella barahúnda chillona y alharaquienta, a la que hubo de disolver otro batallón, esta vez de bigotudos “romanones”, cuyas “unidades móviles”, sable en mano, se emplearon a fondo. ¿A quién defiende la autoridad?, hubieran gritado en estos tiempos los afectados por la carga policial.
Viene al caso la cuestión para demostrar gráficamente que hubo un tiempo en el cual los aficionados a los toros eran unos sujetos proclives a causar serias alteraciones de orden público o a reventar hasta niveles insospechados un espectáculo si las cosas, a su juicio, no eran juiciosas. A Balañá, le quemaron la plaza de Barcelona, en Almagro, se organizó un pifostio monumental por la negligencia o abulia de Cagancho, en Irún (sí, en Irún) le partieron el pico al referido Rafael el Gallo, en algunas plazas de la vieja Castilla cuando protestaban los de dentro tiraban piedras los de fuera…; en fin, que en cuestiones de urbanidad quienes se acercaban a las plazas de toros en día de corrida no eran ejemplo, precisamente.
En lo tocante a este tema, a los aborígenes de los Madriles hay que echarlos de comer aparte. ¿Saben cuál fue la causa del tumulto al que se hace referencia?: la escasez de trapío de los toros. Hasta ¡once!, de cuatro hierros, salieron al ruedo –si no recuerdo mal el record está en trece y lo tiene, naturalmente, Madrid—y ninguno complacía a ese público que, como a todos los públicos, se le adula con el suntuoso adjetivo de “respetable”. ¿Era para tanto la cosa? Cualquiera lo sabe. El caso es que aquella tarde –¿de toros?—pasará a la historia, y no precisamente por la exitosa alternativa de Belmonte.
Ruina de corrida. Fracaso estrepitoso de Juan y alborozo de los “gallistas” de José. Los cronistas de la época se explayaron, se refocilaron, untaron sus plumas en el barro de la ignominia y se sumaron al alboroto con los dicterios más hirientes. Solo Don Modesto, abrió el tarro de las esencias del ingenio y destacó tanto el soberano toreo de capa belmontino al toro que cerró el caótico festejo –un “chivo” de Guadalest, según las crónicas– como su desastroso manejo de la espada, preguntando: “¿Quién ha toreado nunca mejor?”, para añadir con singular desparpajo,”Estoqueando, ¿quien es peor, Enagüitas o Manteles”? ¿el Enagüitas? Bueno: Belmonte es peor que el Enagüitas’”.
Once toros y docenas de aficionados se echaron al ruedo. Escándalo mayúsculo. Era la corrida que acabaría con las ínfulas de un revolucionario, un chepudo pretencioso que apuntaba a rival directo del dios joven Joselito. Madrid, sentenció el 16 de octubre de hace un siglo que aquél ganado era indigno de un supuesto fenómeno, y arruinó su alternativa. Me da a mí que a los aficionados a los toros de la villa y corte no les gusta que se anuncien “acontecimientos” así como así, sin su consentimiento; pero al año siguiente salió por ese mismo portón el “Talle Alto” de Contreras, al que Belmonte dibujó en el tercio cinco verónicas sin enmendarse y sentenció el toreo para los restos. A buen seguro, aquél “Talle Alto” no tendría un trapío muy superior a los de Guadalest desechados en el reconocimiento previo o a los sustitutos de Bañuelos, o a los sobreros de Benjumea, Olea y el propio Guadalest. Pero Belmonte se abrió de capa y acabó con el cuadro. Como no había acontecimiento previo, pomposamente anunciado, ya nadie se acordaba de aquella escandalera, aquella gritería infernal y aquella invasión de espectadores en el palenque.
Al Madrid taurino siempre le han ocurridos cosas parecidas. Se empecina en glorificar y encumbrar a toreros de pantorrilla gorda, “pundonorosos”, como Vicente Pastor o Regaterín, al tiempo que se encrespa, vitupera y hace reos de una sentencia denigratoria –valiéndose de una deficiente presentación del ganado, como en el caso que nos ocupa– a otros especialmente dotados para crear arte frente al toro, como Bombita, Gallito o el mismísimo Belmonte, y después se la tiene que envainar y comulgar con el universal reconocimiento a tan grandiosas figuras del toreo.
O sea que, ayer, como hoy, tó pa ná.