Colorín, colorado
A ver cómo lo digo para que no se interprete de forma torticera: Este tipo de corridas, encajadas en lo que pudiéramos llamar “gusto por el `torismo`” no solo son atractivas, sino también convenientes. Hay que ofrecer la imagen del toro bravo en sus múltiples facetas de fisonomía y comportamiento, dicho lo cual, también conviene manifestar que los “ismos” en Tauromaquia -tanto los afectos al toro como al torero-, cuando se llevan al reducto de la radicalidad o del despropósito, producen un efecto boomerang, o sea, se vuelven en su contra. Tal sucede aquí, en Madrid, con la manía de dejar a los toros herrados con marbete de ganaderías consideradas “duras” a una distancia exagerada para que acudan a los caballos de picar. Para empezar, la primera cita -primera vara- debería realizarse desde la cercanía de la raya exterior, para que a la vista del comportamiento del toro, se pueda ir ganando espacio hacia los medios y colocarlo en suerte de cara a los demás encuentros. Insisto en lo del comportamiento, porque el buen aficionado debe saber que si un toro se repucha en el peto, hace sonar el estribo, se quiere quitar el palo o remolonea en el primer puyazo, ponerlo después a veinte metros de distancia es una solemne estupidez.
Tal ocurrió en varias ocasiones en la corrida que ayer cerraba la feria de Otoño en Las Ventas. Así, pudimos ver a Tito Sandoval -excelente picador, por cierto, aunque ayer, como sus compañeros, no tuviera su día-emplear más de cinco minutos de reloj mareando la perdiz -en este caso el caballo-y marearnos a todos con vueltas y revueltas cambiando los terrenos, mientras el toro desparramaba la vista hacia cualquier lado menos al lugar desde donde el jinete se esforzaba por llamar su atención con gestos ostensibles. Algunos indoctos llaman a eso “torear con el caballo”. ¿Torear, a quién? No al toro, que está en otra onda. En tal caso, torearnos a los que aguantamos una surrealista y soporífera puesta en escena. Pues bien, la situación del emperramiento en lucir a toros deslucidos se repitió en varias ocasiones; y no es que el firmante niegue la belleza de una suerte de varas bien ejecutada, ni el espectáculo sin par que supone ver arrancarse a un toro de largo, con alegría, para crecerse después ante el castigo y pelear bravamente. Muy al contrario, el firmante goza como el que más; pero empeñarse en lo que no puede ser es, como decía El Guerra, imposible. Remato el tema: lo importante no es que el toro se arranque desde una respetable distancia -a veces, los mansos arrean desde los medios hacia los adentros, bajo el influjo de la querencia-, sino lo que hace cuando llega a su destino, se estrella en el peto y le meten las cuerdas de la puya. ¿Estamos?
Hecha la anterior digresión, vayamos pues con la corrida, y digámoslo pronto: no respondió a las expectativas. Los “adolfos”, eso sí, estuvieron impecablemente presentados, vareados de carne, en tipo de su encaste, longilíneos, degollados de papada, de hocico fino, cornipasos y astifinos. Hubo quien protestó al tercero de salida, pero no creo que fuera por su presentación, -cinqueño muy serio-, sino a la tablilla: 475 kilos. Para que luego digan. Su juego, en cambio, no sintonizó con la estampa. A todos les faltó la chispa que da la raza, la casta o como quieran ustedes llamarlo. Adormilados algunos, rebañones otros, tardos y buscones. Solo el cuarto, un cinqueño meleno también con cinco años, derrochó nobleza en sus lentos viajes durante el tercio final.
Fue ese cuarto el toro más potable de la impotable corrida de Adolfo Martín. Su matador, Antonio Ferrera, le plantó cara de salida con eficaces capotazos para reducir un comportamiento abanto, distraído, un punto mansurrón. Quitó por chicuelitas apretadas y después protagonizó un tercio de banderillas en el que empleó su ya conocida parafernalia de prescindir del peonaje y ayudarse con un capote para colocar al toro en suerte con lances y recortes a una mano. Creo que también se excedió el torero con esta puesta en escena, demasiado laboriosa, muy premiosa y repetitiva, deslucida, además al fallar con el segundo par y clavar, despechado y en franca huida, una banderilla a una mano. Pero su faena de muleta tuvo enorme mérito. Procuró conducir la noble embestida del animal con templanza, para evitar que aflorara su escasez de fuerza y lo fue llevando cosido a su muleta con excelentes tandas sobre ambas manos, especialmente impactantes las ejecutadas sin ayuda de la espada. Algunos muletazos tuvieron un ritmo lento-lentísimo, de gran expresión e indudable plástica. Pegan otros “consentidos” de esta Plaza estos pases, tan armónicos y tan sentidos, con el estoque abandonado en la arena del ruedo, y pegan botes los espectadores en el graderío. Por pegar, pegó hasta una soberbia estocada, precedida de un pinchazo, pero la oreja fue ganada con toda justicia, a pesar de la repulsa de los cicateros. Está Antonio Ferrera en el momento álgido de su carrera taurina, dicho sea en el sentido culminante y fantástico de la expresión. Había banderilleado superiormente al primer toro (tanto que achantó a los reticentes) y se zafó de sus rebañones con firmeza y elegancia, metiéndose entre los pitones sin importarle que el “adolfo” olfateara la caza en cada acometida y calándolo con la espada por arriba en apretado embroque.
Con Ferrera, los otros protagonistas de la tarde fueron los banderilleros David Adalid y Fernando Sánhez, de la cuadrilla de Javier Castaño. Después del paseíllo, gran parte del público solicitó con aplausos la salida al tercio del primero de ellos, que reaparecía en Madrid tras la cornada que le propinó un toro de Miura en Nimes, aunque Fandiño creyó que -otra vez-el público de Madrid quería homenajearle y su saludo, compartido por Ferrera y Castaño, quedó pronto desairado por la repulsa de un amplio sector. Fue aquello como una premonición. Las cosas no iban a ser como parecía.
Es cierto que tanto Adalid como Fernando Sánchez lucieron en banderillas, sobre todo en el segundo de la tarde, que David llega con enorme precisión, se ajusta en el encuentro, asoma su feble figura al balcón de la encornadura y clava en lo alto, que Fernando “pasea” la suerte como nadie, con torera arrogancia, y que, junto a ellos, su compañero Marco Galán está consolidándose como un capotero extraordinario; pero el resto de la corrida transcurrió arrastrada por la lava pastosa del deslucimiento del ganado. Ni a Castaño ni a Fandiño les embistieron sus toros, que fueron tardos, buscones, acostadizos, malones y aburridores. Javier Castaño, además estuvo muy desacertado con los aceros y Fandiño, esforzado ante el tercero, toreó con insulsez al sexto, cuando ya la corrida había entrado en la definitiva cuesta abajo.
Al echar el cierre, Ferrera le quitó el añadido a su banderillero Roberto Bermejo. El mañico se va de los ruedos y la temporada se va de Madrid. Colorín, colorado.
Madrid, plaza de Las Ventas, feria de Otoño, cuarta de abono. Ganadería: Adolfo Martín: corrida excelentemente presentada, muy armónica, dentro del encaste, con los kilos justos y seriamente armada; en conjunto muy deslucida, falta de raza, de corto viaje y con pocas posibilidades para el lucimiento, fallando, también, en el tercio de varas. Espadas: Antonio Ferrera (de azul noche y oro), estocada arriba (Aplausos), pinchazo y gran estocada (Oreja, tras aviso); Javier Castaño ( de espuma de mar y oro, con remates negros), pinchazo, bajonazo trasero y descabello (Silencio), dos pinchazos, media trasera, pinchazo hondo en los bajos y descabello (Silencio), e Iván Fandiño (de grana y oro), dos pinchazos, media y dos descabellos (Silencio) y dos pinchazos y media (Silencio); Cuadrillas: Destacaron en banderillas David Adalid y Fernando Sánchez, y en la brega, Marco Galán. Entrada: Lleno de “No hay billetes”. Incidencias: Tarde primaveral, soleada y calmada. Al finalizar el festejo, Antonio Ferrera quitó el añadido a su banderillero Roberto Bermejo, que abandona los ruedos.