“Victorinos”, pero menos
Dos años llevaban ausentes de Madrid los toros de Victorino Martín. Pueden parecer pocos, pero para el ganadero y la afición madrileña son demasiados. Es por la cosa del idilio que existe desde hace más de cuarenta años –se dice pronto—entre ésta y aquél. Las ausencias en los idilios se soportan, pero dentro de un orden, de una distancia de escala razonable. Más de dos años, parece peligroso, por muy intensa que sea la idílica relación, porque ya se sabe que –dicen—la distancia es el olvido.
La última corrida que Victorino lidió en Madrid data del año 2009, en la feria de Otoño. Lisa y llanamente, fracasó. Así que los “victorinos” quedaron hibernados en los prados cacereños de Monteviejo y Las Tiesas, esperando mejor ocasión para recuperar las virtudes que les dieron fama a los toros y fortuna al ganadero: trapío irreprochable y encastado comportamiento, para bien o para mal de los toreros. Pasados dos años, el ganadero ha dicho, ¡ya tengo corrida para Madrid!, y a todos nos dio un vuelco el corazón, haciéndonos a la idea de que por chiqueros saldrían esos cárdenos musculazos, enterizos, armados hasta los dientes, unos haciendo gala de su fama “alimañera” y otros arando la arena con el hocico para fortuna de los toreros. De los toreros valientes, por supuesto.
Pues no, señor. Ayer salió el primer “victorino” del reencuentro y en seguida nos dimos cuenta de que sintonizaba con su nombre: “Pobrecito”. Pobre de carnes, con una tabla de cuello más estrecha que la fea mojigata de cualquier baile de salón, y discretamente armado. Una ratita. La de San Quintín se hubiera armado si luce otro hierro; pero la “A” coronada es proclive a la indulgencia, máxime si la esperanza por avivar el idilio sigue latente. Salió el segundo, y el tercero… y ya los ánimos empezaron a soliviantarse. Los dos siguientes, más cuajados, pero feos de hechuras ambos, amortiguaron las protestas, pero la decepción ya había hecho presa en la casquivana afición de Madrid, que es la más facilona para este tipo de relaciones pseudoamorosas. Cómo sería el desencanto que a la salida del sexto las protestas se recrudecieron, no tanto por el aspecto del toro, mucho mejor presentado que los tres primeros, sino por la sensación de mangazo que gravitaba por los tendidos.
Si alguien quisiere ponerle paños calientes a la corrida del ganadero de Galapagar, podrá argumentar que los toros no se cayeron, que, en general, se entregaron en el caballo de picar, que empujaron con fijeza y que tres de ellos pusieron al servicio de los toreros embestidas humilladas, de cierta nobleza, dentro de su encastada condición. Y es cierto; pero en esta ganadería la casta brava, con sus virtudes e inconvenientes, como el valor en el soldado “se le supone”, sin embargo el primer mandamiento que debe cumplir un ganadero de este lustre es presentar un lote de toros de impecable presencia, lustrosos, de notable arboladura. En este caso el tamaño sí importa. Los de ayer no eran los “victorinos” clásicos ni Dios que lo fundó. Eran “victorinos”, pero menos, mucho menos.
Con este material se fajaron tres toreros que atesoran bagajes bien distintos. Antonio Ferrera, curtido en mil batallas con este hierro y vencedor heroico en muchas de ellas, se apañó para banderillear con ese estilo deportivo y atrevido que a tantos públicos entusiasma y aquí, en Madrid, es censurado con severidad digna de mejor causa. Muleteó con oficio y buena técnica al primer toro, que llegó el tercio final con fijeza y obedeciendo a los toques que, hábilmente, pegaba el torero para que el animal metiera el hocico en los flecos de la franela. Lo mismo realizó en el cuarto (el único que hizo sonar el estribo del piquero), aunque el toro se orientó pronto por el único pitón medio potable, el izquierdo. A ambos los mató tarde y mal. Diego Urdiales quemó su última munición en Madrid con el peor lote, un toro, el segundo, que jamás humilló y pegaba cuchilladas a diestro y siniestro y otro, el cuarto, que echó muy pronto el freno de mano y de patas a la vez. En el haber de Urdiales, el toreo sobre las piernas para reducir el temperamento de aquél, y un torerísimo comienzo de faena a éste, al que entró a matar con derechura irreprochable.
Alberto Aguilar se llevó el lote. Su primer toro se fue de largo a los caballos y tomó dos varas de bravo de verdad, embistiendo con ese “tempo” característico del “asaltillado” toro mexicano, esto es, largo, lento y con el hocico por el suelo. Era cuestión de aguantar que los pitones pasaran sobre las espinillas del toreo sin amagar siquiera el mínimo respingo. Eso fue lo que hizo este Aguilar, transfundiendo su confianza al toro de Victorino, que acabó tragándose varias tandas sobre ambos pitones que caldearon el ambiente. Como colocó una estocada en la yema, se llevó una oreja, y a punto estuvo de conseguir otra del sexto, un toro cornidelantero, fino y lavado de cara, con el que volvió a atornillar los pies en la arena y endilgar algunas tandas de naturales de mucho mérito, por el aguante, el temple y el mando. La media arriba precisó dos descabellos y se quedó en el umbral de esa Puerta Grande que ayer se pudo abrir por tercera vez en esta curiosa feria del Arte y la Cultura.
Hubiera sido un final exitoso para el torero, pero no empece la autocrítica que debe hacer el ganadero acerca de la presentacion de su corrida. Por cierto, también llamó la atención la ocupación de los graderíos de la plaza: tres cuartos, siendo generosos. Pónganse a cavilar, por favor.
Madrid. Feria del Arte y la Cultura. 5ª de abono. Tres cuartos de entrada.
Toros: Victorino Martín: deficientemente presentados, en especial los tres primeros; varios protestados. En general apretaron en varas y se arrancaron de largo, desarrollando nobleza (en distinto grado) primero, tercero y sexto. Peores, segundo y quinto.
Toreros: Antonio Ferrera (de blanco y oro), dos pinchazos y estocada delantera desprendida (aviso y aplausos) y cinco pinchazos y golletazo (aviso y algunos pitos), Diego Urdiales (de tabaco y oro), dos pinchazos media atravesada y baja y estocada (aviso y silencio) y pinchazo y estocada entregándose (aviso y silencio) y Alberto Aguilar (de espuma de mar y oro), estocada en la yema (oreja) y media y dos descabellos (vuelta).