Sobrino
Ya sólo escribir su nombre me hace llorar.
Me cierra los ojos como hacía Sobrino cuando sonreía.
Hay quien cuando hace su casa se enfada con su constructor.
Nosotros nos hicimos amigos de Francisco Sobrino.
Pero no una amistad cualquiera sino entrañable, con toda la fuerza que tiene esta palabra, que es ser amigo con las entrañas, de una manera profunda, que es casi un misterio esta química entre varias personas que a lo mejor no tienen nada que ver las unas con la otras, pero, por lo que sea, surge casi por arte de magia, o del azar, que a lo mejor son la misma cosa, una amistad; y nosotros nos hicimos muy amigos de Sobrino, con un cariño y afecto verdaderos que se extendió a su encantadora mujer, Herminia, también sonriente siempre, y a sus hijos; en particular a su hijo Manuel, un gran constructor, igual de amable y sonriente que sus padres.
Sobrino ha dejado un rastro de bondad, de bonhomía sobre la tierra, en todos los que le conocimos.
Y lo ha dejado ya para siempre en la casa donde vivo.
Estaba embarazada yo de mi segundo hijo cuando la empezamos.
Atajábamos por las corredoiras con la furgoneta de Sobrino para llegar al aserradero en mitad del monte donde elegíamos la madera de la tarima, o nos llevaba a mirar la plaqueta para la cocina, o el mármol blanco de la encimera y, no se me olvida, me regaló el vertedero, que es como Sobrino llamaba al fregadero, pulido a mano, todo de mármol de Macael, una pieza única.
Luego vino el problema de cómo abrir la ventana, porque yo quería el fregadero justo bajo el alféizar, ya que esa mezcla de la luz, el agua, la piedra y el paisaje la quería en mis manos mientras lavaba la loza y, Sobrino, que quizás nunca llegó a comprender estas cosas que yo le pedía, hacía, como con mi hablar castellano, por entenderlas, y sonreía y buscaba un grifo imposible para que el vertedero de mármol estuviera bajo la ventana y tuviera el paisaje y la luz y el agua.
Hacía todo lo que podía porque estuviéramos contentos, y en particular yo, que estaba embarazada y no sé si por ello temía contrariarme, por si fuera algún antojo; pero yo creo que era por el afecto sincero que nos tenía porque las amistades, para bien y para mal, suelen ser mutuas, y creo no equivocarme si digo que Sobrino nos apreciaba tanto como nosotros a él.
Acabada ya la casa, encontrarnos paseando con Sobrino, era de las mejores cosas que nos podían pasar si bajábamos a Betanzos.
La posibilidad de no encontrarlo se me hace ahora insufrible.
Sólo me consuela las cosas inolvidables que me contó: que el toxo cuando está tierno es lo que más le gusta ramonear a los animales, que con el lino que aún hoy se da asilvestrado en mi jardín se hacía un fío con la rueca para tejer colchas y sábanas, que cuando se cubrían las aguas había que poner un ramallo de laurel en lo alto del tejado.
Hablaba de los cumios, y de los peruleiros, palabras que yo, como el vertedero, iba incorporando entre los ladrillos. Su gallego era precioso, porque era auténtico, de Callobre.
Las fiestas en su casa fueron siempre extraordinarias.
Se me agolpan ahora los recuerdos de Sobrino, en el avión de vuelta de París.
Me golpeará el corazón abrir la puerta de la casa que nos hizo.
La cuidaremos como se merece una casa hecha por Sobrino.
La camelia gigante que nos regaló hace treinta años y que nos trajo con la pluma de su camión, tras salvarla de un jardín de una casa de piedra muy vieja que iban a derribar, está hoy florecida de blanco.