La vie en rose
Nos hemos venido a la colina de Montmartre a pasar el maremoto del ómicron.
Desde aquí se ve todo.
Se contempla casi toda la belleza de la ciudad más hermosa del mundo, que es París, a nuestros pies y, en lo alto, el Sacré-Coeur, siempre imponente, muy blanco, con el cielo muy azul de fondo, o ese otro cielo del color gris de los tejados de cinc, que es aún más hermoso porque, entonces, todo es pura armonía, sólo rota por el rojo de la arcilla de las chimeneas.
¡Qué bonito!
Como un gato, no me canso de mirar por la ventana, ya con la luz de los rayos en la cara, mientras amanece, ya de noche, mientras pasa la luna con la luz del sol a cuestas, y todo son lucecitas de vidas que se encienden, de casas de personas que dejan que veas sus quehaceres como si en esta ciudad no hubiera nadie indiscreto, por lo cual te permiten asomarte a la vida cotidiana, alguien que hace un café y se lo toma mirando al infinito de sus pensamientos, y que ahora se me antoja una vida extraordinaria.
La rutina.
Ese no pasar nada que es lo mejor que nos pasa en la vida.
Y, si ese pasar, es por París, comprendes a la perfección qué es lo que llaman “la joie de vivre” de la novela de Zola, o “la vie en rose” de Édith Piath y que consiste en, por encima de todo, vivir.
Pero vivir intensamente desde un vaso de vino a la belleza de una calle a una puesta de sol por Montparnasse mientras brilla la noria gigante al trasluz y el Sacré Coeur se vuelve de pronto anaranjado y brillan como espejos los cristales de las ventanas que te hacen cerrar los ojos mientras asoma entre sus cuatro cúpulas la luna llena y blanca.
La luna plena.
La plenitud, de eso se trata, de no dejar la vida medias, que eso sí sería echarla a perder, parecen querer decir los parisinos con su manera de subir al avión mientras la azafata les pide por favor que se pongan la mascarilla, o de salir a la calle y mirar a todo el que lleva una FFP2 (que no somos, que yo haya visto por Montmartre, más que mi marido y yo) como si fuéramos vestidos de buzo en la nieve, o de astronautas por el campo. De ser así, no creo que nos mirasen como menos adecuados para esta fiesta precovid, covid y postcovid que es y será siempre París.
Cerraron los restaurantes, se amontonaron las sillas de ratán en el interior de los cafés, conformando una de las imágenes más apocalípticas que yo haya contemplado en mi vida: los cafés de París cerrados; pero no consiguieron domeñar el espíritu de libertad, que no es nuevo ni impostado, ya que se remonta a la revolución francesa, que fue la primera fecha histórica que aprendí yo en mi vida, cuando mi profesora de Historia, Carmen Van Mook, nos dijo: “1789, fijaos, no olvidaréis jamás esta fecha, los números van seguidos”.
Todos sabemos que no se debería de celebrar la Navidad este año, pero no ha nacido en Francia el político que se atreva a prohibir tal cosa.
Ni siquiera a sugerirlo.
Si lo hiciera, París sería igualmente una fiesta.
Siempre lo es estar aquí.
Pase lo que pase.
O lo que nos pase.
Suenan las campanas de Saint Pierre.
Quizás tocan por nosotros.
Pero hoy somos felices, y hace un día precioso de invierno.
Feliz Navidad.