La risa
Hacía años que no me reía y lloraba tanto al mismo tiempo.
Me he dado cuenta hoy, que estamos en un estado que podría decirse casi de aletargamiento, o de torpor, que es el sueño de los osos en invierno cuando no hibernan profundamente pero tampoco están despiertos del todo.
No es ya que estemos en pausa; es que todo tiene un aire provisional que no nos deja divertirnos del todo, ni llorar hasta el final.
Y hoy me he reído y llorado al mismo tiempo.
Ha sido por una tontería, que son las que más gracia nos hacen.
Llevaba días pensando que tenía que recoger las hojas de los castaños.
Y la verdad, es que las recogía, y como el árbol aún tenía hojas, volvía al día siguiente a estar el suelo alfombrado, algo que recuerda a las tareas domésticas, que son en círculos, y cuando ya crees que has recogido todo, hay que empezar de nuevo.
Según quitaba las hojas, yo diría que al mismo tiempo, casi como una burla, el árbol dejaba caer unas cuantas más.
Al principio, eran preciosas.
Las hojas del castaño estaban de un amarillo dorado que daban al suelo un relumbrón tan llamativo que, incluso en los días nublados, se diría que hiciera sol, al reflejar la alfombra de hojas la luz como una sábana blanca puesta a clarear.
Luego, pasaron las hojas al ocre, y después, con la lluvia, ya en el suelo, se oscurecieron, pero aún quedaban unas cuantas sobre las ramas, como una bandada de estorninos aselados antes de marcharse al dormidero.
“Cuando se caigan, las recogeré todas a la vez” pensé.
Y así, mientras yo escribía, las hojas iban cayendo, ya de día, ya de noche, hasta que salir y entrar de casa era algo casi tan complicado como si hubiera nevado copiosamente porque las hojas, convertidas sobre el suelo en hojarasca, seroja murmuradora y seca, cubrían hasta el tobillo, mientras caminaba hasta el coche.
“Sí, hay que recogerlas ya”, me dije.
Pero no lo hice.
Y hoy, todo se fue complicando entre esas mismas hojas.
Primero porque no me acordaba de dónde había puesto el DNI, que necesito para irme de viaje, y haciendo memoria me acordé de que la última vez que lo saqué de la cartera fue en el vacunódromo, y tras repasar todos mis movimientos, deduje que sólo podía estar en dos sitios: o en un bolsillo de mi abrigo, o en el bolso que llevé ese día.
Estaba en el bolso.
¡Menos mal!
Y más contenta que unas Pascuas salí con el DNI en la mano y me subí al coche donde me esperaba mi marido para ir a pedir el pasaporte Covid y la tarjeta sanitaria, que ésta sí, extravié también con el DNI creo que durante alguna excursión al Monte do Gato, y al ir a subirme al coche agitando con alegría el flamante DNI en la mano, justo en el momento en el que me subí y la puerta se cerraba, se me escapó el documento nacional como un pájaro volando no supe adónde.
No puede ser.
¿Dónde está?
Bajé del coche, que parecía un barco en un mar de hojas, y miré al suelo.
Hojas y hojas y más hojas.
El océano de hojarasca se lo había tragado.
“Tiene que estar dentro”. Me propuse creer esto para que fuera cierto. Tenía que estar dentro. Miramos arriba, abajo, en los laterales, en la ropa, en el bolso abierto, debajo de los asientos, encima, en medio.
Apareció de todo.
Una botella de agua, una pelota de ping-pong, una moneda…. cosas tal vez extraviadas hace años.
Ni rastro del documento.
Tiene que estar dentro, insistí.
Mi marido, sabiamente, decidió llevar al coche al taller y dejar el asunto en manos de los técnicos. Yo me quedé moviendo las hojas al viento. No me atrevía a rastrillarlas por si el DNI se iba con ellas a algún montón del fondo del jardín, donde se volvería compost. Pedí consejo. Me hablaron de echar aire con una máquina que no tengo. Estaba desesperada, casi llorando de rabia, mi recién renovado DNI perdido de nuevo.
A todo esto, mis vecinos, mirando de lejos, qué hacía yo mirando las hojas.
Les tengo acostumbrados a estas cosas, quedarme observando cómo suena el viento en los árboles, pero lo de echar las hojas a volar, a ver si aparecía mi DNI como quien separa el grano de la paja, quizás haya sido demasiado.
No tenía tiempo de ir a explicárselo.
De haberlo hecho, me hubieran ayudado, como ya hicieran hace treinta años cuando vinimos a vivir aquí y, al no caber por los caminos el camión de la mudanza, salieron con los tractores a ayudarnos, y eso que estaban plantando las patatas. Era primavera. No este otoño de hojas, que entonces aquí no había un árbol, y ahora hay un bosque que se ve de lejos. Mi casa ya no es una casa, es un bosque deshojado en invierno.
Regresó mi marido del taller. Nada. ¿De verdad? No puede ser. Es.
Desmontaron los asientos, entró Raúl, y entró su hijo, que trabajan en “El Puente”, desmontaron todo, y nada de nada.
Para mirar, había sacado yo antes el chaleco reflectante que está en el faldón de la puerta. Y tras mirarlo concienzudamente, lo había dejado en casa. “Hay que guardar el chaleco” ¿te importa?, le pedí a mi marido, mientras yo seguía echando al viento las hojas, mirando desesperada al suelo que, ahora me doy cuenta, se vuelve un tapiz de camuflaje y quizás no es algo fortuito ya que así, tal vez, esconde el castaño sus frutos, que es algo que ya había observado, que primero caen las castañas y luego las hojas. Lo que no me imaginaba es que el procedimiento fuera tan sofisticado como para, por la forma y el color de las hojas y la manera de amontonarse, se conformara un diseño en el que es imposible encontrar nada, logrando que las castañas, y mi DNI, se volvieran invisibles.
Entonces sucedió el milagro, porque no puedo calificarlo de otra manera, a unos pocos días de emprender el vuelo a Francia.
Mi marido apareció con el DNI en la mano.
¡No puede ser!
¿Dónde estaba?
En una ranura imposible, una suerte de sima de la puerta donde, al sacar yo el chaleco, debí forzar sin querer su entrada, en una ranura detrás del faldón de la puerta donde hubiera estado hasta caducar el DNI y yo misma, sin que nadie jamás, como un calcetín perdido en la lavadora, lo hubiera encontrado.
Nos fuimos rápidamente al centro de salud, y al volver no sé por qué me empecé a reír de la tontería que nos había pasado, y al ver el carretillo con las hojas y rememorar la situación tan absurda que habíamos vivido, no podía parar de reír, de alegría, mientras me caían las lágrimas de alivio y de risa.
¿Por qué ya no nos reímos tanto así?
Tengo que pensar con calma qué nos está pasando.
¿En qué momento comenzamos a tomarnos la vida tan en serio, ahora que es más fácil que nunca perderla?
Con unas pocas personas, o riéndonos de nosotros mismos, pero me parece que la risa debería ser algo a proteger ahora.
Las hojas, de todas formas, he llamado al jardinero para que me ayude a recogerlas.
Lo mismo aparece algo.