La sorpresa
Nunca había tenido tantas flores el naranjo.
Al menos yo no recuerdo tanto olor a azahar, alrededor de la casa, ni tanta flor entre unas ramas verdes que, sin embargo, siguen teniendo en algunas hojas la misma pátina negra que ya tuviera el tronco cuando lo planté y alguien me dijo: “Córtalo”.
En vez de quitármelo de en medio, fui limpiando el tronco con mis propias manos, y luego hoja por hoja, algo que tengo que hacer casi todas las primaveras pero el resultado ha sido que durante más de veinte años he comido las mejores naranjas que he probado, y aún hoy le quedan todavía, muy altas, naranjas del invierno de cáscara con mucho blanco, el albero, que es donde siempre me dijo mi abuela Paz (no sé por qué estos días no hago más que acordarme de ella) que es donde estaban todas las vitaminas. Y vivió más de cien años.
Al final te acostumbras a todo lo malo y, de lo bueno, siempre me sorprendo, no ya sólo de tantas flores de azahar sobre un mismo árbol, que es el mejor que se puede tener si se ha de elegir un frutal, sino también de lo que está sucediendo esta primavera, que no sé si responde a que estoy pasando más tiempo en casa, o a que este tiempo parece no tener horas, sino días que vuelan a toda velocidad hacia no se sabe dónde.
El caso es que este año, decidimos que la hierba no había que cortarla toda, como cuando vinimos aquí, y viendo a las tarabillas cernirse sobre las flores resolví en una soleada mañana de primavera, una de aquellas primeras en las que desayunábamos con los amigos en la galería, con tanto sol que había que abrir todas las ventanas de guillotina para que al menos corriera el aire y enfriara al sol que, una vez que ha entrado, ya no quiere marcharse, ni siquiera cuando ya se ha ido, y sigue teniendo el calor del sol la galería entre sus cristales de ventanas abiertas.
¡Cuántos pájaros y mariposas han entrado por ellas! Y siempre los mismos. Incluso de noche, cenando a la luz de las velas, entraban las mariposas nocturnas y se acercaban a vernos las lechuzas, con su cara con forma de corazón blanco. En esta galería se llegó a fumar tanto que, incluso con las ventanas abiertas, parecía que había niebla, de lo que duraban las comidas, que empezaban a las dos de la tarde y eran las nueve de la noche y todavía estábamos conversando, discutiendo, riendo y arreglando el mundo. La mesa de castaño sobre la que hicimos tantas fiestas, nos la regaló Pilar, tras salvarla de una noche de San Juan porque tenía polilla, pero aquí sigue, contando la historia de Foucellas que, según nos dijeron, comió en ella.
En esa mañana en la que estábamos desayunando, yo con una bata blanca de piqué, todo hay que decirlo, y con una juventud que era una flor en sí misma, se me ocurrió que la hierba no había que segarla puesto que las tarabillas se cernían sobre sus flores para cazar los insectos que iban a libarlas y que prefería tener todo como una selva a ver el césped segado, lo cual hizo que ese verano, cuando la hierba se agostó, no hubiera quien pudiera transitar alrededor de la casa, y ya nunca más volvimos a dejar que creciera la hierba.
Pero este año, en el que se puede hacer de nuevo todo lo que se quiera porque ya nada importa mucho, decidimos que dejaríamos una buena parte sin segar, no por los pájaros ni por aquellas ilusiones de la juventud, sino porque ya no tenemos edad ni mi marido ni yo para cortar tanta hierba.
Con cierto cargo de conciencia, porque hay algo en mí que no me deja estar sin trabajar, miraba yo los senecios, que son de las plantas silvestres que menos me gustan, porque el tallo parece que no sostiene a las flores como debiera, por otro lado bastante feas, sin gracia, al tener más cáliz que corola, siendo más verdes que amarillas, y puestas ahí en lo alto para deshacerse a los pocos días en unas cipselas o frutos secos que llevan arriba un vilano muy blanco, por lo que me pregunto si lo de senecio, se referirá a la senectud que parece tener ya está flor en cuanto sale.
Ya antes de todo esto, iba yo quitando los senecios que atisbaba, aunque estuviera entre otras flores silvestres que sí dejaba porque me parecía que deslucían al conjunto, hasta que, de pronto, vi hace unos días que un bando de jilgueros se detuvo a comer los frutos del senecio como si fueran pipas, echando, igual que una cáscara, sus vilanos blancos al viento. No sé cuánto tiempo me quedé observando la escena, fascinada, la careta del jilguero, tan roja; el madroño, le llaman; y esas habas blancas de sus alas negras, y el amarillo y la claridad de su pecho, y la gracia que tiene posado, al vaivén de la flor con el viento.
Sólo dos días después, me pareció ver de lejos una hoja muy roja, entre el verdor nuevo e inmediatamente pensé que era alguna hoja perdido del otoño. Pero volví a mirar, y me encontré a un pájaro que llaman camachuelo, del que se diría que se ha escapado de una jaula por lo llamativo de su colorido y cuyo nombre más correcto es cardenal o picabrotes (Phyrrula phyrrula) porque se come los brotes de las flores de los frutales, y, ¡oh!, sorpresa, también los vilanos de los senecios.
Sólo una vez en treinta años he visto pasar un ejemplar de picabrotes por casa.
Y de pronto me encuentro que no sólo está el macho, de un color salmón, más bien coral intenso, casi rojo, y luego gris y negro que procura un contraste maravilloso en su plumaje, sino también la hembra, que aún siendo más discreta, está llena también de belleza, entre el rosa, el beige, el negro y el blanco. Puede que no haya pájaros con más color en el campo, incluso más que el jilguero, cuyo nombre se debe al silguero o paño de seda de muchos colores.
Y ahora ¿qué voy a hacer con los senecios?
Si al fin siego la hierba, creo que voy a rodearlos, ya que por fin me he dado cuenta de que la belleza de esta planta no estaba en sus flores, sino en los pájaros que atrae.
Todo sucede siempre de manera inesperada.
Y esa es la gracia.
La verdad es que yo esta tarde tenía ya otro artículo escrito, seguramente mejor y más de actualidad que este.
Pero he pensado que, a veces, lo que mejor decimos es lo que callamos.