Bodas de oro
La historia de los pueblos no es la que se cuenta si no la suma de las historias de las personas.
La de Antonio y Chona, no soy quién para contarla, pero sí quisiera escribir que tienen una casa extraordinaria en la que, entre el maravilloso jardín y la vista del valle a poniente, donde los montes verdes se vuelven azules y se ve al contraluz a los caballos y a las ovejas pastando, tienen justo al lado, casi como si fuera un museo, cuidada como una rosa, la casa de piedra original, tan bonita que aún siendo más pequeña sigue pareciendo más grande, por esa reciedumbre que crece con los años en algunas casas, cuyos cimientos se diría que han echado raíces sobre el terreno como un árbol.
Siempre me acuerdo de lo que, en una ocasión, me contó Antonio, que de niño empezó recolectando las piñas del monte y que las vendía en sacos por una moneda con uno de esos nombres que tenía el dinero y que nosotros no somos capaces de recodar ni de imaginar el valor que podían tener para un niño esas monedas.
Él las iba guardando, porque Antonio es un gran ahorrador, y a la vez todo generosidad, que es una mezcla curiosa, ya que no hay nadie más espléndido a la hora de invitar: es difícil, por no decir imposible, ir a algún bar donde, si está Antonio, no se haya adelantado a pagar, ya que por encima de todo es amigo de sus amigos, y extraordinariamente generoso.
Esto es algo que ha transmitido a toda su familia, la generosidad también en el gesto, con esa sonrisa abierta que tienen sus hijas, y ese mirar también con los ojos muy abiertos que tienen sus nietos, a los que suman la profundidad de los bellos ojos de Chona, su mujer, siempre discreta, de una elegancia inusitada que nace de su manera de estar en el mundo, y que recuerda al de la piedra de su casa, hermosa, silenciosa y verdadera, haciendo que no hace, mientras congrega como nadie a su alrededor a todos esos familiares y amigos de los que en su casa les gusta rodearse.
También fuera de ella, como el otro día en El Moderno, donde nos juntó a todos, para comer de maravilla, entre cestos llenos de hortensias.
En cada mesa había, ignoro si por casualidad, un jarrón con agua donde, sumergidos, estaban los brotes de los pinos, una suerte de piñas en miniatura de las que salían unas hojas muy verdes, olorosas acículas que nos recordaban que, en la vida, no hay nada que no se pueda conseguir si hay valentía y empeño.
Y amor.
Muchas felicidades Chona y Antonio.
Fue una ceremonia preciosa, donde nos pareció estar escuchando a María Callas con la interpretación de “O mio babbino caro”, de Puccini, tal y como me indicó, con todo su cariño, Nuca.
Fue también una fiesta llena de color que acabó, según me contaron, a altas horas de la noche.
Sobre las paredes del Moderno quedaron, durmiendo, las fotos en blanco y negro del pueblo.