El vagamundo
Paré esta mañana en la lavadero de las Cascas, en Betanzos.
Cuando ando por aquí, me da tiempo a hacer estas cosas, detenerme en los sitios, para asuntos sin importancia, como asomarme a ver si está la garza pescando truchas en el lavadero.
Estaba vacío, los tendales sin ropa tendida, silenciosos como pentagramas sin música porque, aunque la ropa no haga ruido, baila con el viento y de alguna manera alegra como una melodía con su color este lugar, que es blanco y verde, entre la piedra y el agua.
No hace frío y sopla un viento del sur muy agradable, un viento que suele traer una lluvia muy cálida, tropical, abundante, por lo que se diría que las personas que suelen lavar aquí hubieran decidido no dejar hoy la ropa tendida al aire para que no se empape con el agua del cielo, si es que por fin acaba cayendo.
Porque este lavadero, no es un monumento del pasado, sino algo que se sigue usando, como cuando se inauguró en 1902 gracias a ese afán admirable y filantrópico de los hermanos García Naveira.
La estructura del lavadero tiene su gracia. Posee una arquitectura modernista que adorna el agua que pasa, con columnas de hierro pintadas de verde y un artesonado de madera blanca como una nube y con un adorno en el alero cayendo en punta que le da aún más gracia si cabe a este lugar donde el río, al pasar, hace eco.
Según sube y baja la marea por la ría de Betanzos, o según haya llovido, el lavadero es distinto porque se llenan los grandes lavabos de piedra como si fueran abrevaderos para después vaciarse y quedar un limo en el fondo donde a veces se ven las huellas de la garza cuando se ha ido.
Sentado sobre la escalera de piedra, hoy había un vagamundo, un señor con un gorro de lana, haciendo carne en una paellera sobre un infiernillo. Parecía feliz. Con esa felicidad del que ya no necesita nada.
Le pregunté por la garza, si la había visto. Y me dijo que ya era muy tarde, que a esa hora no venía y que solía verla sobre las nueve de la mañana. Me contó que le hacía gracia observar cómo se peleaba con las gaviotas por los alevines de trucha. Quedé en volver al día siguiente, más temprano.
Mientras hacía algunas fotos al río, me invitó a comer.
Al rato me preguntó: “¿No tendrá un pitillo?” Me dio rabia no llevar tabaco por una vez encima. Quedé en regresar mañana. Y llevarle un purito de los que fuma mi marido.
Cuando mi hijo estaba en la universidad de París, llevaba chocolate caliente a los vagamundos del metro, y solía contar que lo que más agradecían era que les escucharas.
A falta de tabaco, podía haberle ofrecido más conversación.
Al fin y al cabo, el río siempre está diciendo lo mismo.