Toledo
El cielo estaba muy azul cuando llegamos a Toledo, lo cual producía un contraste muy vivo con el verde de las ramas de los olmos, al no tener aún las hojas sino las sámaras, esos frutos que son como monedas volanderas sin peso de un verde tan intenso como azul es el cielo despejado.
El Greco, está por todas partes, sus cielos pintados sobre un fondo rojo como si toda la obra fuera un incendio, que incluso las figuras de las que tanto dicen que pintaba así porque sufría El Greco astigmatismo, a mí me pareció que también estaban ardiendo, como si el fuego fuera el principio, la base de toda la pintura de El Greco, de tal manera que los personajes pintados más que moverse, flamean como una llama, se retuercen con sus ropajes en hélice, o en espiral como en una galaxia.
Es un universo aparte la obra de El Greco, donde se diría que estamos viendo la manera en la que el tiempo pasa, y al pasar esa nube transparente de los segundos, da luz y da sombra, y da colores que no existen más que en la cabeza de alguien que ve el fuego de la vida ardiendo como una zarza en las miradas y en el interior de las personas.
Las manos, las pinta muy blancas, con dedos muy alargados, separados por trazos negros como para hacernos ver el abismo que hay entre los dedos por donde todo, al intentar apresarlo, se nos escapa.
Tras subir unas escaleras mecánicas, entras a Toledo por donde en 1577 realizó el Greco su primer gran encargo que consistiera en el retablo mayor para Santo Domingo el Antiguo, donde las monjas venden mazapanes sobre el coro con una alegría en la cara como si fueran niñas que están jugando a las tiendas, viendo pasar a la gente hacia las vitrinas que guardan los contratos manuscritos de El Greco estableciendo sus honorarios, lo cual te produce una ternura infinita, pensar que incluso quien fue capaz de quemar su propia vida en su obra, sufriera la cicatería. Una obra que está aquí tristemente desmembrada, al haberse llevado piezas del retablo a otras partes, pero descubres en algún ropaje el mismo verde de los olmos de las ramas fructificadas en esas plazas toledanas en las que desembocan calles tan estrechas que hasta un rayo de sol tiene dificultades para entrar y alumbrarlas, como sucede con los intersticios que hay entre los dedos.
Lo demás es todo en el paisaje de una discreción castellana, que hasta el rojo de los ladrillos es un rojo de tierra, y los tejados, como si fueran leños apilados, tienen sobre sus tejas unos líquenes verdegrises que recuerdan a los de los troncos de las encinas, y hasta ese mismo color de la hoja recia de la encina, es el que tiene el río como si hubiera sumergido en sus aguas un bosque de encinas y de cipreses porque es ese mismo verde de sus ramas, verde seco, el que tiene el agua del Tajo al rodear, con la curva de un lazo, Toledo.
Había cormoranes muy negros volando a ras de la superficie y, sobre el cielo, los primeros aviones comunes que observo este año, mientras salgo de leer, en la reproducción de la casa de El Greco que hiciera el marqués de la Vega-Inclán, don Benigno, gran mecenas del siglo XX, uno de los principales artífices de la puesta en valor de la obra de El Greco, la mejor definición de Toledo que he leído hasta ahora, de Lope de Vega, cuando dice algo así, y lo digo de memoria: “Toledo, corazón de España”.
Un corazón que no es de un rojo muy vivo sino también terroso como sus monumentos y sus casas, cubierto en Toledo nuestro corazón por el barro de los siglos.