El baile
Hace ya tanto sol que los obreros descansan a la sombra de un portal, vestidos de blanco.
Por un momento, y sin ánimo de ofender, me viene el recuerdo de las ovejas que descansan a la sombra de los cerezos, de donde caen, con cualquier brisa, los pétalos en vaharadas blancas. También hacia la acera descienden, con cualquier aliento del día, los pétalos de los prunos, esos almendros de las calles.
Me gusta esta calle de Villalar, pequeña y estrecha, donde como en una suerte de hábitat relicto, se conserva algo de barrio. No sé si ya lo he escrito, pero es que por aquí paso casi a diario, escribiendo con el pensamiento: los prunos florecidos, las fachadas grises y blancas, la papelería de donde salen volando, como partituras al viento, las notas de una música clásica, o la frutería donde un matrimonio, que parece llevar toda la vida unido, cada uno en su pensamiento, ataviados con bata verde lechuga, están sentados uno a cierta distancia del otro, tras el escaparate de una fruta que es un avance de las flores que hay todavía en las ramas. Y en lo alto, la báscula que parece un reloj porque, más que la fruta, se diría que pesa el tiempo que ha pasado entre la flor y la cereza.
Yo también vengo notando últimamente este peso del tiempo; quiero decir que empieza a ser ya como una presencia que ha venido a precipitarse como una manzana caída a la tierra: algo tangible como una fruta en la mano. De pronto, sin previo aviso, ha adquirido forma todo el tiempo que ha pasado y que hasta ahora venía discurriendo, un segundo, otro segundo, otro segundo, con la ligereza de los pétalos de un frutal que tira, al respirar, casi sin querer, el aire al pasar por la calle sobre unos obreros vestidos de blanco que descansan del trabajo a la sombra de un portal.
Vengo a por la “Flora del Quijote” en la biblioteca, que es el único lugar en toda la ciudad, además de en los museos, donde encuentro algo de Naturaleza silvestre, aunque sólo sea por escrito. Me adentro en ese magnífico discurso que hizo el ingeniero de Montes Luis Ceballos y Fernández de Córdoba para tomar posesión en 1965 del sillón “J” en la Real Academia Española. Leo ahora que fue apadrinado por Julián Marías, a quien siempre me voy encontrando en las cosas que me gustan, como este discurso de Ceballos, donde enumera los aciertos botánicos, y también los errores de Cervantes en el Quijote, pero siempre desde la perspectiva de que, en literatura, la ciencia puede permitirse algún baile, como el de las hayas en el Quijote, situadas donde jamás pudo haberlas, por debajo del paralelo 40º; pero que, quizás, sostiene Ceballos, observó Cervantes por el Norte de Italia, con la costumbre de grabar allí sus nombres los enamorados, y así en plena Sierra Morena se dice en el Quijote que existe “un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela”.
De “La familia de Pascual Duarte” de Cela, siempre me quedó la curiosidad de saber si el adorno de amapolas en su boda fue un lapsus o una hermosísima licencia literaria, otro baile, pues la boda es en invierno.
Amapolas, qué poco falta ya para que florezcan en los entrepanes y en los solares abandonados.
Hay que seguir bailando.
Sin la ayuda de la literatura, sólo con la ciencia, se deshace la Naturaleza como un ramo de amapolas.