Los renglones
Al final no fue la lluvia sino el frío el que cortó el fuego de la lumbrerada.
Por aquí no ha hecho tanto como en otros lugares pero sí lo suficiente como para no querer estar dentro de la casa. Cuando este frío te paraliza, lo mejor es abrigarse y echarse a andar, o segar la hierba, porque es un frío seco que permite la siega como en los días calurosos del verano.
Y así, de una guisa en la que pides al cielo que no venga ni pase nadie, (porque llevas la bufanda de lana que te hizo tu madre, con varias vueltas al cuello, a la manera en la que la llevé todo el Camino de Santiago cuando era de noche al amanecer y el cielo estaba lleno de estrellas y el suelo cubierto de brillos estrellados), me dispuse a cortar la hierba.
No se me ha olvidado la imagen de dos ancianos, en la puesta del sol contra una pared para que su calor quedase acorralado, de tal manera que el sol les diera a la vez de frente y en la espalda. Puede que, acostumbrados a ver pasar por el Camino a las personas más extrañas, ni me mirasen, pero yo me hubiera quedado allí contemplándoles, pidiéndoles que me dejaran hacerles una foto, que es algo que no he hecho jamás, fotos a los ancianos que me llamaban la atención, no sé por qué suerte de pudor, como si realmente creyera que al hacerles una fotografía les estuviera robando esa última luz, o algo.
En una ocasión, hace ya muchos años, cuando ni siquiera tenía vallada la casa, en la leña que había detrás de la caseta de los aperos, me encontré a mis vecinos, sentados comiéndose una naranja. El susto que me llevé fue tremendo porque no esperaba verlos, pero estaban sentados exactamente igual que los dos viejos del Camino el año pasado, en pareja, frente al sol, con esa calma que llega solo al final de la vida.
Pues así, con la bufanda que llevé durante todo el Camino al cuello, y un sombrero que es casi una pamela de fieltro, y la zamarra de los inviernos más duros, después de muchos días de lluvia, me puse a segar la hierba. Es un trabajo que te hipnotiza. Puedes pasar las horas de arriba abajo y ni te enteras, dejando una estela de hierba ordenada frente a la que tienes por delante, despeinada y desatendida.
Lo que tiene mérito de un jardín es que sea hermoso en invierno. Y este invierno he de reconocer que casi me gana la partida. Tengo las hortensias por podar; puede que este año, para que florezcan más, ni las toque; pero hay que cortar las cañas de bambú que con sus turiones avanzan bajo la tierra y está a punto de protestarme el vecino, porque el bambú, hasta que florece por vez primera, tras treinta años, para inmediatamente después morir, en vez de avanzar con las semillas lo hace con sus raíces, y no entiende de propiedades.
Pero ahora miro por la ventana, y da gusto ver la hierba segada, como si hubiera escrito mientras pasaba con el tractor mi pensamiento sobre la tierra, o hubiera al menos dejado los renglones para que otro escribiera.