En defensa de los ociosos, de R. L. Stevenson
En defensa de los ociosos. Robert Louis Stevenson. Traducción de Carlos García Simón. Gadir. 2009. Tapa blanda. ISBN: 9788496974326. 48 págs. 7 €.
No digo que por los mismos motivos —que también—, pero hay días en los que mis deseos coinciden con los de Manuel Seco: “Tendría que haber llevado a la Academia a los tribunales”. Y es que nuestro sacrosanto Diccionario da como primera acepción de ociosidad “el vicio de no trabajar, perder el tiempo o gastarlo inútilmente”. Ay.
Basta con abrir En defensa de los ociosos (o con cerrar el Diccionario) para elaborar una definición muy distinta, pues la ociosidad “no consiste en no hacer nada sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los dogmáticos formularios de las clases dirigentes”.
El infatigable Tusitala describe al ocioso como aquel “que se contenta con tener lo suficiente y gusta de mirar y disfrutar”, y lo contrapone a la mayoría, que se ve forzada “a entrar en una profesión lucrativa y trabajar en ella con un mínimo de entusiasmo”. Tal vez consideren frívolo hacer apología del arte de vivir en un momento en el que las reivindicaciones hablan más del derecho al trabajo (digno), pero Stevenson nos recuerda que no hay deber más infravalorado que el deber de ser felices. Y es que el laborioso en exceso siembra prisa y recoge indigestión; invierte actividad y recibe en intereses unos nervios desquiciados; en definitiva, emponzoña la vida y es un elemento maligno para las vidas del resto de la gente.
El precio de este brevísimo ensayo (las diez últimas páginas recogen un apunte biográfico de Stevenson) puede parecer excesivo, pero la calidad del texto lo justifica*. Hojeen este librito y háganse el favor de aplicar el Teorema de la Vivilidad de la Vida. Su salud y su espíritu se lo agradecerán.
* Aunque nos duela la cantidad de erratas que, ociosas, nos observan desde sus páginas.
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