El veterano y barbudo capitán Edward John Smith, viejo lobo de mar con más de 38 años de experiencia, impecable hoja de servicios y cercano a la jubilación, cometió tres lamentables errores que desencadenaron el hundimiento del Titanic en las primeras horas del 15 de abril de 1912 tras chocar con un iceberg en el Atlántico Norte. Su primer error fue creerse tan infalible como Dios. El segundo, pensar que el barco que capitaneaba, el objeto flotante más grande jamás construido por el hombre, era indestructible e insumergible. No haber leído antes de partir de Southampton con destino a Nueva York El hundimiento del Titán fue su tercer, dramático y definitivo error.
Si no se hubiera creído tan infalible como Dios habría hecho caso de los numerosos avisos que anunciaban la presencia de hielo en su camino hacia la costa americana aquel 14 de abril; si no hubiera pensando que el Titanic era indestructible e insumergible habría, primero, reducido considerablemente la velocidad y actuado, después, con más celeridad y acierto antes de que le comunicaran el irremediable hundimiento del barco; si hubiera leído El hundimiento del Titán, el libró que había escrito Morgan Robertson en 1898, habría barajado la posibilidad de que a veces las profecías se cumplen; el argumento del mismo no dejaba lugar a dudas: la historia de un barco llamado Titán, de características similares a las del Titanic, que se hunde también en el Atlántico Norte después de haber chocado con un iceberg.
Como en el caso del Titanic, el Titán es el barco más grande jamás creado por el hombre; como en el caso del Titanic se hunde en su viaje inaugural; como en el caso del Titanic su velocidad es prácticamente idéntica en el instante de la colisión; como en el caso del Titanic, va repleto de ricos y famosos; como en el caso del Titanic, más de la mitad de los pasajeros muere por falta de botes salvavidas; como en el caso el Titanic, el capitán parece ser el responsable directo de la tragedia.
Solo existieron dos diferencias entre lo real y lo ficticio: el Titanic golpeó el iceberg en perfectas condiciones de navegación mientras que el Titán lo hizo en condiciones climatológicas adversas; el Titanic navegaba de Southampton a Nueva York, mientras que el Titán lo hacía en sentido inverso, aunque el impacto real y el imaginario tuvieron lugar en coordenadas semejantes. La ficción se había convertido en realidad y, muy probablemente, el capitán Smith nunca lo llegó a saber. Robertson, por el contrario, sí que estaba al tanto ya que falleció tres años después del naufragio real.
Aunque su leyenda ha resultado centenaria, su vida real fue efímera. El Titanic, propiedad de la línea naviera White Star, solo vivió cuatro días, 17 horas y 30 minutos desde que soltó amarras del puerto de Southampton. El principio del fin llegó a las 00.10 horas de aquél fatídico 15 de abril cuando Jack Phillips, primer operador de radio, envío la primera señal de alarma para quien pudiera escucharla: "CQD CQD CQD CQD CQD CQD de MGY MGY MGY MGY MGY posición 41.44 N 50.24 W".* * (En aquellos años, el SOS todavía no era muy utilizado por los radiotelegrafistas, y es por ello que aquella noche fuera escasamente utilizado por los del Titanic. CQD era la forma antigua de pedir auxilio y MGY era el identificador de la estación inalámbrica del telégrafo del Titanic).
Cuando Phillips empezó a telegrafiar dicho mensaje había transcurrido ya media hora desde que el transatlántico impactara, a las 23.40 horas del 14 de abril, con un iceberg 600 kilómetros al sur de la isla de Terranova; y solo diez minutos desde que el capitán Smith comprendiera, a las 00.00 horas del ya trágico día 15, tras hablar con algunos de sus subordinados, que la nave estaba irremediablemente perdida; Phillips, que se hundió con el barco, ignoraba entonces, mientras taladraba nerviosamente su telégrafo en busca de un salvador que nunca llegó, que faltaban apenas dos horas y 10 minutos antes de que, a las 02.20 horas, la mayor obra de ingeniería naval construida por el hombre, y orgullo de toda una época, desapareciera en silencio y para siempre bajo las aguas del océano Atlántico. Habían transcurrido solo 160 minutos desde que el hielo arañara mortalmente el casco de un barco a priori insumergible e indestructible.
"La cruda verdad"
Se hundió "sin hacer ruido", ha escrito Hans Magnus Enzensberger en El hundimiento del Titanic. Y aunque es bien cierto que el silencio se apoderó de aquella noche y de muchas de las que le siguieron hace ahora 110 años, el ruido no tardó en llegar. Uno de los primeros en alzar la voz fue Joseph Conrad, marinero de carrera antes que escritor, y lo hizo para criticar la prepotencia y "la excesiva confianza que la humanidad deposita en sí misma".
El autor de El Corazón de las tinieblas arremetió duramente, pocos meses después de la tragedia, contra lo que él denominaba la arrogancia del Titanic en dos lúcidos y contundentes alegatos: el primero contra la altivez y ambición desmesurada de los armadores, el beneplácito de la sociedad de la época y el entreguismo de los medios de comunicación, y el segundo contra los investigadores del suceso que no quisieron llegar "a la cruda verdad desprovista de la romántica vestimenta que la prensa ha envuelto este desastre del todo innecesario".
La tragedia del Titanic no solo fue el hundimiento de uno de los sueños más grandes jamás creado por el hombre hasta entonces; fue, por encima de todo, el violento despertar de una ambición, el naufragio de una época, el aniquilamiento de una forma de vivir y de ver la realidad. Fue sonoro su nacimiento y explosivo su final. Era el más grande, el más lujoso, el más insultante, el más... el más... el más... el santo y seña de esa generación que pereció con él.
Con el Titanic se hundió una parte de siglo XX y en su descenso al fondo del océano se llevó con él la estúpida prepotencia de su época, una cultura excesivamente narcisista y autocomplaciente y esa soberbia clasista que acompañaba todas las acciones de la clase dominante a comienzos del siglo pasado.
Erik Fosnes Hansen escribió en 1990 Himno al final del viaje, en el que cuenta la historia de la orquesta del Titanic que siguió tocando valses, galopas y polkas hasta el final. Apropiándonos del título del libro podemos decir que el hundimiento del Titanic fue el canto del cisne de la decadente Europa en los albores del nuevo siglo, esa Europa que ignora que está inexorablemente condenada a su propia destrucción; destrucción que tendría su máxima expresión dos años después con el estallido de la Gran Guerra.
La ya mencionada soberbia presidió la corta vida de este barco que tenía 269 metros de eslora, 28 metros de manga, cuya altura equivalía a un edificio de 11 pisos y que desplazaba 52.310 toneladas. Portaba por primera vez un nuevo sistema de hélices de tres palas, también llevaba una tradicional de cuatro palas, que eran accionadas por dos motores alternos de cuatro cilindros y triple expansión que fueron los mas grandes construidos hasta ese momento y que tenían más de nueve metros de altura.
Sus 29 calderas alimentadas por 159 hornos de carbón le permitirían desarrollar una potencia máxima superior a los 59.000 caballos de fuerza, lo que probablemente le hubiera servido para alcanzar una velocidad superior a los 24 nudos, velocidad que nunca se supo si podría alcanzar ya que iba a ser probada en el tramo final del viaje, exactamente al día siguiente del naufragio.
Contaba con cuatro chimeneas --aunque la última era meramente decorativa-- por cada una de las que hubiera podido pasar un tren y en la construcción del casco, dividido en 17 compartimentos estancos que para los constructores lo convertían en insumergible aunque sufriera una colisión, se utilizaron tres millones de remaches. Las tres anclas pesaban 31 toneladas y en su viaje inaugural llevaba tanta comida como para alimentar a un pequeño pueblo durante meses, aunque el trayecto iba a durar apenas una semana.
La génesis del Titanic arrancó en una tertulia de café en el verano de 1907 entre William James Pirrie, dueño y presidente de los astilleros Harlan&Wolff, el mayor constructor de navíos del mundo, y Joseph Bruce Ismay, responsable máximo de la White Star. La charla, continuación de otra que habían tenido el año anterior en la mansión canadiense de Pirrie, tuvo como exclusivo orden del día la construcción de tres grandes trasatlánticos de lujo: el Olympic, el Titanic y el Gigantic, que tras el hundimiento de su antecesor sería rebautizado con el nombre de Britannic.
Pero de los tres, era el Titanic -el nombre lo eligió el propio Bruce Ismay- quien estaba llamado a ser, además del más grande de la época, el estandarte de la White Star para competir con la Cunard Line y sus barcos Lusitania y Mauretania en los viajes al nuevo mundo por el Atlántico Norte. El sueño de Bruce Ismay era despojar a su gran rival del récord de velocidad entre ambos continentes y hacerlo rodeando a sus pasajeros, a los que pudieran pagarlo claro, de un lujo flotante hasta entonces desconocido.
El Titanic iba a ser el encargado de arrebatarle a la Cunard la Blue Ribbon, o cinta azul, que tenía el honor de ostentar la nave que empleara menos tiempo en atravesar el océano Atlántico. Para ello contaba con el apoyo económico del magnate norteamericano J. Pierpont Morgan y su Compañía Internacional Mercantile Marine Co. En aquellos años, la White Star atravesaba no pocos problemas económicos y por eso la llegada de los dólares de JP Morgan, que prácticamente era el propietario de la naviera desde comienzos de siglo aunque los barcos continuaran navegando bajo bandera inglesa, le sirvieron para financiar el barco que anhelaba.
"La gente no es ganado"
La construcción del Titanic comenzó el 31 de marzo de 1909 en los astilleros que Harlan&Wolff tenía en Belfast (Irlanda del Norte). El casco fue botado al mar a las 12.13 horas del 31 de mayo de 1911 ante más de 100.000 personas y representantes de los medios de comunicación de no pocos países; atravesó el mar de Irlanda, el canal de San Jorge y el canal de la Mancha hasta alcanzar el muelle 44 del puerto de Southampton. Allí quedo amarrado a babor hasta que sus trabajos concluyeron el 31 de marzo del año siguiente.
Sus diseñadores fueron William Pirrie, director gerente de Harlam&Wolff, Thomas Andrews, ingeniero naval y gerente de construcción además de jefe del departamento de diseño del astillero, y Alexander Carlisle, diseñador jefe y gerente general de la misma compañía. Los expertos estiman que el costo total del barco equivaldría hoy a más de 1.100 millones de dólares.
Cuestión aparte merece el número de botes salvavidas y el número de personas que tenían cabida en ellos. El Titanic nació con 20 botes salvavidas, ubicados 10 a babor y otros tantos a estribor; catorce tenían una capacidad para 65 personas cada uno, 4 podían albergar a 47 y 2 a 40 pasajeros cada uno. Esto daba un total de 1.178 personas, apenas la mitad de las 2.224 que viajaban en el barco en el momento del accidente, 1.364 pasajeros más 860 entre oficiales, marineros y personal de mantenimiento del barco y de todas sus instalaciones.
Estaba claro, antes incluso de empezar la travesía, que si el barco naufragaba, al menos la mitad de las personas que iba a bordo estaba condenada a muerte. Y también que las leyes no obligaban entonces a que hubiera tantas plazas en los botes salvavidas como personas viajaban a bordo.
Pero el porcentaje de víctimas fue mayor todavía, ya que sólo llegaron a Nueva York 711 de esos 2.224 viajeros. Y pudo serlo más aún pues el Titanic tenía capacidad hasta para 3547 personas, mientras que el número de botes hubiera seguido siendo el mismo.
La historia de los botes salvavidas dejó algunas de las más terribles frases de Conrad: "No vendan tantos pasajes, mis virtuosos dignatarios". "Limitar el número de gente a los botes que se puedan manejar. Eso es lo honesto". "Tiene que haber botes suficientes para pasajeros y tripulación, ya sea aumentando el número de estos o restringiendo el de pasajeros". "La gente, incluso de tercera clase (disculpen que hable tan claro) no es ganado".
Estaba claro que a la White Star le preocupaba más el lujo que la seguridad. "Camelot flotante" y "Palacio sobre las aguas" fueron algunos de los adjetivos con los que la prensa de la época recibió al nuevo emperador de los mares. La nave estrella de la naviera iba a ser el paradigma del lujo y no iba a escatimar en gastos para que los clientes de primera se sintieran como en el mejor hotel de cinco estrellas de Londres o Nueva York. Y aunque la mayoría de los viajeros iban a ser los de tercera clase, que tuvieron que someterse a una exhaustiva revisión sanitaria obligatoria para comprobar que no fueran portadores de ningún tipo de infección, todo fue pensado desde el principio para los elegidos.
Las instalaciones y camarotes de primera iban a contar con decoraciones basadas en estilos clásicos como Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, Imperio, Jacobino, Regencia, Adams y Moderno, entre otros. Contaba con salones inspirados en el Palacio de Versalles, piscina interior, baño turco, pista de squash, sala exclusiva de recepción, bibliotecas, cafeterías y restaurantes de todo tipo y cocina. Los camarotes de primera fueron adornados con revestimientos de maderas blancas, muebles costosos y otras decoraciones acordes con el buen gusto de la época. Disponían de baños de agua fría y caliente y con estufas eléctricas. Las suites tenían salas de estar con chimeneas bellamente empotradas.
Pero el lujo formaba parte de todas las zonas comunes de primera clase: hasta el más mínimo detalle había sido previsto para que nada faltara a aquellos privilegiados que iban a poder contar a sus herederos que ellos viajaron en el trayecto inaugural del Titanic, aunque luego la historia les había preparado un desenlace muy distinto al soñado. Los pasajeros de primera tenían, además, como gran innovación de la época, tres ascensores a su disposición; los de segunda, uno, y los de tercera, ninguno.
Y para que a aquellos no les faltara de nada, las cámaras frigoríficas y las bodegas se llenaron de lo mejor que pudiera comerse y beberse en los más refinados restaurantes del mundo: kilos y kilos de la mejor carne y del pescado más variado; marisco de todo tipo, tortugas, langostas, pavos, faisanes, perdices, palomos, el caviar más caro del mercado, más 5000 botellas del mejor champán, licores, alcoholes de distintas graduaciones... Un festín para los paladares más exquisitos.
La mejor sociedad
Fue todo esto lo que hizo gritar a Conrad. Siempre pensó el escritor que era mucho más insumergible un barco de 3.000 toneladas que otro de 40.000; que si la nave hubiera sido unos cuantos metros más pequeña probablemente hubiera podido sortear el peligro, aunque entonces no hubiera podido tener una piscina o un café francés; repudió a los que no vieron que un barco no es una masa de materiales maravillosamente amueblados y tapizados comandado "por una especie de sindicato de hostelería compuesto por el jefe de máquinas, el sobrecargo y el capitán"; creía inconcebible que hubiera gente que no pudiera vivir unos pocos días de sus vidas sin todo este tipo de lujos superfluos, y culpaba de ello no a estos privilegiados sino a la brutal competencia de las líneas navieras por hacerse con este tipo de pasajeros. "Si mañana se eliminaran de golpe estos lujos, la gente continuaría viajando", sentenció.
Para hacerse una idea de lo que significaba viajar en la primera clase del Titanic, basta decir que el pasaje costaba 800 libras, que el capital Smith -el oficial mejor pagado de la White Star- cobraba unos emolumentos de entre 1.100 y 1.200 libras al año y que un fogonero de los que perecería días después recibía un salario de 2 libras a la semana.
Una nutrida representación de la mejor sociedad anglonorteamericana se subió al Titanic el 10 de abril de 1912. Empezando por el coronel John Jacob Astor, una de las grandes fortunas del planeta, que falleció, y su esposa Madelaine, una joven neoyorquina de 19 años con la que se acababa de casar en segundas nupcias, que pudo salvarse; Isidor Straus, dueño de los grandes almacenes Macy's de Nueva York, y su esposa, fallecidos ambos ya que ella no quiso separarse de su marido; Benjamin Guggenheim, el "rey del cobre", al que su mayordomo no permitió que despertaran tras la colisión; Arthur Ryerson, magnate del acero; John B. Thayer, vicepresidente de la Canadian Grand Trunk Railroad; Harry Molson, banquero e industrial de Montreal; Archibald Butt, estrecho colaborador del presidente Taft e íntimo amigo del Theodore Roosevelt; Sir Cosmo y Lady Duff Gordon, típico lord británico él y famosa diseñadora de modas ella, con tiendas en Paris y Nueva York; además de una notable representación de la mejor clase de la época eduardina, incluidos no pocos condes, marqueses o duques. A muchos de estos prohombres no les sirvió para nada la profundidad de sus cuentas corrientes y perecieron aquella noche.
A todos ellos había que sumarles el séquito correspondiente de doncellas, criados y perros, amén de montañas de equipaje. La lista hubiera sido más nutrida si no hubieran anulado sus pasajes a última hora Alfred W. Vanderbilt y su esposa; JP Morgan, cuya empresa era propietaria del Titanic, que estaba demasiado enfermo para viajar; Lord Pirrie, presidente de Harlan&Wolff y uno de los padres de la criatura, que también canceló el viaje por motivos de salud, enviando en su lugar a su sobrino Thomas Andrews, director administrativo de la compañía durante la construcción del barco.
A las 12.15 horas del 10 de abril de 1912, el Titanic suelta amarras en medio del clamor popular, música, fanfarria, fuegos artificiales y otros festejos y se dirige a través del canal de la Mancha hasta Cherburgo, donde llegarán a las 18.30 y embarcarán 274 pasajeros y desembarcarán otros 22. Menos de dos horas después eleva el ancla y se dirige a Queenstown, en Irlanda, bordeando la costa sur de Inglaterra. Llega a su destino a las 11.30 del 11 de abril. Echa el ancla a dos millas de la costa y espera la salida de 7 pasajeros y la llegada de otros 120, además de 1.385 sacas de correspondencia.
A las 13.30 el Titanic levanta por última vez su ancla de estribor y comienza su primera y última travesía con rumbo a Nueva York. Entre el día 11 y 12, el barco recorre 486 millas sin que se produzca ningún tipo de incidente; el mar está en calma, el tiempo es bueno y el navío responde satisfactoriamente. Entre el día 12 y 13, recorren 519 millas, también con buenas condiciones generales de navegación; a primeras horas del 13 se recibe el primer aviso de la presencia de hielo en el trayecto, lo que es calificado de normal en los meses de abril. Esa misma noche, el Rapaahannock, que pasa junto al Titanic le hace señas advirtiéndole de la presencia de grandes icebergs en el camino, incluso le informa de que él mismo ha sufrido algunos daños en el campo de hielo.
A estos dos avisos del día 13 se le unirán los siete que recibió el Titanic a lo largo del 14 de abril. El primero lo recibió del transatlántico Caronia a las 9 de la mañana; el segundo, del Noordan a las 11.40; el tercero, del Baltic, a las 13.42, que le retransmite el que le envía el vapor griego Athinai; el cuarto, del Amerika, a las 13.45, que le vuelve a advertir de la existencia de grandes icebergs; el quinto lo envía a las 19.30 el vapor Californian, que navegaba por delante del Titanic, y que le informa de tres grandes icebergs tres millas al sur, en su misma trayectoria; (la misiva llega al puente pero nadie se la hace llegar al capitán, que en ese momento estaba en una cena organizada por el senador Widener, que luego perecería, y su esposa); el sexto mensaje lo envía el Mesaba a las 21.40, que además de advertirle otra vez sobre la presencia de hielo, le aclara también que hace buen tiempo y que el cielo está completamente despejado.
El último aviso lo envía a las 22.55 el Californian, nuevamente, para informar a todos los barcos de la zona que está atrapado en un campo de hielo y que naveguen con cuidado. El resumen de las alertas recibidas es rotundo: delante del Titanic, y en su mismo rumbo, había una gran campo de icebergs de alrededor de 78 millas de largo.
"¡Todo a estribor!"
El último aviso recibido tiene, además, una triste anécdota. Jack Phillips y Harold Bride eran los dos únicos operadores y mantenían la radio del Titanic en funcionamiento las 24 horas del día. El primero acababa de sustituir al segundo y quería aprovechar la noche para enviar los cablegramas que no habían podido transmitir a lo largo de la jornada. Cuando Cyril Evans, el operador del Californian, envía a las 22.55 el último aviso alertando nuevamente sobre la presencia icebergs, los dos barcos están tan cerca que la llamada suena en el oído de Phillips como si fuera un gran bocinazo. Este no hace ningún caso de lo que le está transmitiendo y desdeña a su colega del Californian con unas palabras que se harían tristemente famosas: "¡Sal de ahí! ¡Cállate! Estás obstruyendo mi señal. Estoy transmitiendo a Cabo Race. ¡Cállate!". Evans le hizo caso, se calla y a las 23.30 horas desconecta su radio y se va a la cama.
Antes, a las 20.55, el capital Smith abandona la cena del senador y se dirige al puente de mando. Allí le informan de la situación sin demasiados visos de preocupación, de las alertas recibidas y de las precauciones que ya se han puesto en marcha. Cuando le preguntan si aminoran la velocidad que el propio Smith había ordenado aumentar por la mañana, duda, pero tras consultar con Bruce Ismay, el capo de la White Star que le convence de que no hay peligro y que hay que hacer todo lo necesario por llegar lo más pronto posible a Nueva York, rechaza de plano reducir la marcha. A las 21.30 Smith se retira a sus aposentos no sin antes pedirle al segundo oficial Lightoller, el oficial de mayor rango que sobrevivió, que le avise de cualquier novedad. La novedad estalló a las 23.40 horas.
A esa hora, cuando el Titanic navega a una velocidad de 22,5 nudos y el cielo está repleto de estrellas y el mar sigue siendo una balsa, los vigías Fleet y Lee apuraban sus últimos minutos de trabajo antes de ir en busca de la cena y del reconfortante descanso.
De pronto, Fleet ve algo en el camino del barco, algo que va aumentando segundo a segundo; es un iceberg, lo ve claro, está a unos 450 o 500 metros y se eleva 30 metros sobre el agua. Hace sonar la campana de alarma tres veces y llama al puente para informar. "¿Que has visto?", le pregunta el sexto oficial James Moody; "Iceberg derecho al frente", responde inquieto Fleet; "Gracias", concluye Moody, quién rápidamente informa al primer oficial W.M. Murdoch, que también se encuentra en el puente. Este, instintivamente, da una orden al timonel Robert Hitchens que resultaría fatídica: "¡Todo a estribor!"; paralelamente manda a la sala de máquina que detenga los motores y después que retrocedan a toda velocidad.
Con el "¡todo a estribor!" ordenado por Moody el Titanic quedó visto para sentencia. El primer oficial quiso evitar el impacto directo (con el que según los expertos no se habría hundido el barco y hubiera podido seguir navegando aun estando seriamente dañado) pero lo que consiguió fue que en el viraje el iceberg, que era más alto que el puente de mando y que se extendía a los costados por debajo del agua, arañara mortalmente el casco del barco. Habían transcurrido apenas 40 segundos entre que Fleet descubriera el iceberg y éste impactara con el Titanic y todo se iba a desarrollar muy deprisa.
Los pasajeros no se enteraron del impacto, pero el mortal arañazo abrió seis brechas en las placas de estribor a lo largo de casi cien metros del barco, quedando cinco compartimentos anegados de agua en tan solo unos segundos. Y aunque en un primer momento nadie, y en ese nadie se incluía al capitán Smith y al naviero Bruce Ismay, llegó a pensar en lo peor, el diseñador Thomas Andrews y el carpintero Huchtkins muy pronto firmaron el parte de defunción del barco tras repasarlo minuciosamente y comprobar que los compartimentos estancos iba a ir cayendo uno tras otro como las fichas de un dominó: "El hundimiento del Titanic se produciría antes de tres horas, cuatro como mucho", musitó Andrews.
Y así fue. Así de rápido se acaba con un sueño, con una ambición. De nada sirvieron las llamadas de auxilio de Phillips. El barco más cercano, el Californian, no respondió a las alarmas del Titanic aunque se encontraba a menos de 10 millas de éste y lo tenía a la vista; su capitán, Stanley Lord, argumentaría posteriormente que al haber apagado la radio no pudo enterarse de la verdadera situación del navío de la White Star. Casi nadie le creyó, especialmente porque era imposible que no viera las señales luminosas que estaba enviando el Titanic.
Lo que sí creyó todo el mundo es que el comportamiento que tuvo Jack Phillips con el telegrafista del Californian, 75 minutos antes de la colisión con el iceberg, fue clave para que este pasara por alto todas las señales procedentes del barco siniestrado. Las posteriores declaraciones de Lord acabaron con su reputación y aunque no pudo ser acusado formalmente, la propietaria del barco, la Leyland Line, se deshizo rápidamente de él. Fue el Carpathia, que se encontraba a 58 millas, el que cambió de rumbo y se dirigió hacia el Titanic. También el hermano mayor del Titanic, el Olympic, recibió la llamada de auxilio pero se encontraba a más de 500 millas de distancia.

Ilustración de la época.
El Carphatia tampoco iba a llegar a tiempo. A las 01.30 horas la proa del gigante caído ya estaba sumergida. Hacía rato ya que el capitán Smith se había evaporado y que Bruce Ismay se había metido cobardemente en uno de los botes salvavidas; a las 01.45 el agua ya llegaba a la cubierta de botes y a las 02.20 horas del 15 de abril de 1912, cuatro días, 17 horas y 30 minutos después de haber salido de Southampton, el Titanic se hundió para siempre en el Océano Atlántico.
Jack Thayer, uno de los supervivientes que vio cómo se hundía el barco desde uno de los botes, escribió años después: "La cubierta estaba ligeramente inclinada hacia nosotros. Podíamos ver los grupos formados por cientos de personas que había a bordo, estaban unidas como en racimos, como si fueran enjambres de abejas; iban cayendo en masa al agua, de cinco en cinco, de diez en diez a medida que la mayor parte del barco se elevaba hacia el cielo hasta formar un ángulo de 65 o 70º. Allí pareció suspenderse durante lo que nos pareció uno o dos minutos. Luego, poco a poco, fue girando completamente hasta que no vimos ya la cubierta, como si quisiera ocultarnos un espectáculo tan horrible. Miré hacia arriba y vi que estábamos justo debajo de las tres grandes hélices y por un instante pensé que caerían sobre nosotros. Pero no. El barco, poco o poco, en silencio, se deslizó suavemente en la dirección opuesta, hacia el fondo del mar".
Muerte en tercera clase
Por eso, cuando el Carphatia se acercó a la escena del crimen aproximadamente a las 04.00 horas sólo pudo ver los botes salvavidas en medio de los témpanos de hielo. Logró rescatar a los 711 supervivientes que llevaría a Nueva York. El Titanic descansaba ya a cuatro mil metros de profundidad.
Murieron 1.517 personas y sólo se llegaron a recuperar 328 cadáveres. Aunque siempre han existido divergencias en cuanto a las cifras de pasajeros, y hasta en la de muertos y supervivientes, los últimos estudios parecen inclinarse por estas. En todo caso, las variaciones serían mínimas en cualquiera de los apartados. Las estadísticas basadas en dichos estudios señalan que se salvaron el 60 por ciento de los pasajeros de primera clase; el 41 de segunda y solo el 24 de tercera. De la tripulación sólo sobrevivió el 22 por ciento. O lo que es igual, murieron 122 personas de primera clase, 165 de segunda, 544 de tercera y 686 miembros de la tripulación.
Lo de "mujeres y niños, primero" tampoco fue del todo así, especialmente con las mujeres y con los menores que viajaban en la clase más humilde: de los 29 pequeños que fueron en primera y segunda solo perdió la vida una niña, Lorraine Allison, que no quiso separarse de la falda de su madre, mientras que de los 76 que iban en tercera sólo se salvaron 23. A las mujeres de tercera tampoco les fue mejor: murieron 81 de las 179 que viajaban en esta clase; cifra escandalosa si la comparamos con las víctimas de segunda -15 de 93- o de primera -4 de las 143 que hacían la travesía en la mejor clase del barco, con la salvedad de que tres de ellas se quedaron voluntariamente con sus maridos-.
Ya el primer informe que realizaron conjuntamente ingleses y norteamericanos responsabilizó al capitán Smith de la tragedia: "Pasando por alto las advertencias recibidas, el barco avanzaba a gran velocidad a través de un mar plagado de hielo. En la competencia entre las líneas navieras prevalecía el 'te venceré a toda costa'. Querían ofrecer el servicio de un tren expreso, que se atuviera a un horario establecido, aunque eso significara atravesar a toda máquina bancos de niebla, campos de hielo o flotas de barcos pesqueros. El Titanic pagó el precio más alto por esta locura".
"Si alguna vez una catástrofe marina ha encajado, cual si se tratara de un conocimiento de embarque, en la definición de voluntad de Dios, ha sido esta", dejó escrito el padre de Lord Jim. Desde hace 110 años se vienen escribiendo millones de páginas para tratar de dar respuesta al sinfín de interrogantes que pueden surgir de una leyenda de estas características: tratando de explicar técnicamente por qué se hundió el Titanic, repasando las últimas horas de su vida, las últimas horas de sus hombres y mujeres fueran de la condición que fueran.
Algunos estudios, incluso, repasan los aspectos tragicómicos de aquellas últimas horas: como por ejemplo la historia del reverendo Carter que poco antes del naufragio dio un concierto espiritual, repleto de oraciones, por todos aquellos viajeros que no tenían la suerte de ir en un barco tan seguro y pudieran verse expuestos a los peligros del mar; o aquella que nos habla de la mencionada orquesta del barco -dirigida por Wallace H. Hartley- tocando valses, galopas y polkas para acabar con Más cerca de Ti, Dios mío, más cerca de ti cuando ya se adivinaba el fin, el suyo y el de la nave; o la no menos sorprendente, y que ya hemos leído, que nos cuenta cómo el capitán Smith se fue plácidamente a dormir después de no permitir reducir la velocidad a pesar de los ya mencionados siete avisos que alertaban de la presencia de icebergs en su camino... o simplemente trágico y cómico al mismo tiempo resulta revisar el último parte meteorológico poco antes del impacto: mar en calma, cielo estrellado, visibilidad casi perfecta...
O según el parte de Enzensberger: Cómo en una bañera / el agua está quieta en los alumbrados salones de palmeras, / en las canchas de tenis, en los vestíbulos reflejados en los espejos. / Transcurren minutos oscuros que cuajan como gelatina. / No hay riñas, ni disputas. Diálogos a media voz. / Usted primero, señor. Saludos a los niños. / Cuídese el catarro...
Una semana después del naufragio, el buque Mackay-Bennett encontró 306 de los 328 cadáveres que se recuperaron. Cuando los distinguieron por primera vez, a lo lejos, parecían una gran bandada de gaviotas posadas sobre las aguas y que se balanceaban suavemente por el oleaje. Todos flotaban en posición vertical, como si caminaran por encima del mar. La mayoría de los cuerpos estaban juntos, como unidos por un hilo invisible.
Este texto es un extracto del prólogo del libro 'El Titanic', de Joseph Conrad y traducción de Carlos García Simón, publicado por Gadir Editorial.