Preservar la honestidad. De la ciudad y de las mujeres casadas. Ese era el objetivo. El 4 de agosto de 1526 la Corona y la Iglesia autorizaron la apertura del primer burdel en América. A petición de Bartolomé Conejo [Cornejo, según la poco clara transcripción del documento oficial]. Mancebías, casas de mujeres públicas. Así se llamaban.
El Consejo de Indias, según documento del Archivo General de Indias, dictaminó:
"El Rey, Consejo, Justicia y Regidores de la ciudad de Puerto Rico en la Isla de San Juan. Bartolomé Conejo me hizo relación que por la honestidad de la ciudad y mujeres casadas de ella, y por excusar otros daños e inconvenientes, hay necesidad de que se haga en ella casa de mujeres públicas, y me suplicó y pidió por merced le diese licencia y facultad para que, en el sitio y lugar que vosotros le señaláredes, él pudiese edificar y hacer la dicha casa o como la mi merced fuese; por ende yo vos mando que, habiendo necesidad de la dicha casa de mujeres públicas en esa ciudad, señaléis al dicho Bartolomé Conejo lugar y sitio conveniente para que la pueda hacer, que por la presente, habiendo la dicha necesidad, le doy licencia y facultad para ello". [El texto se ha transcrito del original con la intención de que sea inteligible].
Culmina el documento: "E non fagades ende al [No hagáis otra cosa]. Fecho en Granada a cuatro días del mes de agosto de 1526 años. Yo el Rey. Refrendada del Secretario Cobos. Señalada del Obispo de Osma, Canarias y Obispo de Ciudad Rodrigo".
La historia de los burdeles abiertos en América tiene interesantes vertientes de análisis. Por un lado, como dice la escritora Nancy O'Sullivan Beare en Las mujeres de los conquistadores, "debía ser de cierta entidad ya para aquélla fecha el número de mujeres casadas o casaderas [en América] cuando la autoridad creía que debía velar por su honestidad". En segundo término, es más que relevante que fuera la Corona quien repartiera las licencias para abrir las mancebías, legalizando un negocio que, además, avalaba la Iglesia. Por último, la razón sobre la que se sostenía su existencia: preservar la honestidad de las mujeres "dignas", frente a las mujeres de "mala vida", según distinción que hace la historiadora Ana María Atando.
En el mundo del siglo XVI -y antes y después- era habitual abordar esta materia de forma abierta y directa. "La prostitución se trataba públicamente como una necesidad social", explica a República el profesor y miembro de la Academia de Historia Carlos Martínez Shaw. De forma general para los reinos peninsulares y en la Edad Moderna, "las mancebías de las grandes ciudades solían ser administradas por los ayuntamientos y estaban bien organizadas, con sus gobernantas, sus médicos y sus capellanes".

La Mancebía de Sevilla se ubicaba en el llamado "Compás de la Mancebía".
En América se trasladó y aplicó un sistema similar. El ejercicio de la prostitución se consideraba un mal necesario, se toleraba. Eso sí, estaba acotado a lugares concretos y vigilados por las autoridades. Espacios conocidos como mancebías.
Diana Barreto, doctora en Historia, explica que "era directamente la corona la encargada de establecer quién sería el propietario de la casa de mancebía, pues se trataba de una institución que tenía que ser parte de los poderes manejados y controlado directamente por el gobierno de las ciudades". Había, eso sí, posibilidad de que esos derechos fueran cedidos a particulares, siempre y cuando "fueran nombrados y, directamente, reconocidos por la Corona".
Fue el caso de ese primer permiso a Bartolomé Conejo. O el que días más tarde, el 31 de agosto de 1526, se le concedió a Juan Sánchez Sarmiento para abriera su mancebía en Santo Domingo.
Los términos de la cédula real que autoriza el burdel solicitado por Sánchez Sarmiento son más o menos los mismos que los contenidos en la autorización que recibió Conejo. Y el resumen es claro: es necesario abrir prostíbulos para proteger la "honestidad de la ciudad y de las mujeres casadas".
La investigadora Atondo escribió: "La sociedad novohispana imponía como norma de conducta la castidad fuera del matrimonio o la fidelidad dentro de este. Pero en la práctica, las autoridades laicas y eclesiásticas reconocían la imposibilidad de controlar la sexualidad, sobre todo la masculina, dentro de los cauces del matrimonio".
Esta la razón, según la autora de La prostitución en los siglos XVI y XVII. Una alternativa para la supervivencia femenina, por la que Corona e Iglesia respaldarán "la fundación de 'casas de mancebía' o burdeles tanto en España como en las colonias americanas".
La clave está en las demandas de la sociedad de la época, que "requería tanto mujeres 'honestas' que garantizaran la reproducción de una descendencia legítima, en la que se basaba el honor de la familia, como de mujeres que satisficieran los apetitos carnales de los hombres cuya sexualidad no podía ser restringida al matrimonio", escribe Atando.
Uno de los elementos más interesantes que rodea al universo de la prostitución en América es que las mujeres fueran llevadas desde la Península. Se trataba de evitar que los españoles se mezclaran con las indígenas. "Sí, se preferían mujeres peninsulares justamente para disminuir el trato con las indígenas", explica Martínez Shaw. "Del mismo modo, se potenció (sobre todo desde el reinado de Felipe II) la llamada emigración familiar con el mismo propósito".
En el Cedulario de Diego de Encinas se recogen muchas de las normas que la Corona adoptó precisamente para evitar esos contactos. Una de ellas, que las mujeres que cruzaban el Atlántico fueran con sus maridos o padres. Y, dentro de lo posible, que viajara la unidad familiar completa.

Autorización a Bartolomé Conejo para abrir un burdel en América.
En época de Felipe II se emitieron diferentes órdenes en las que se fijaron las normas de funcionamiento de los prostíbulos. Entre otras disposiciones, se determinó que "las mujeres reclutadas para trabajar en ellos debían ser huérfanas o abandonadas por su padres", según Atando.
Las mujeres honestas, así, eran las que dependían de un hombre -marido o padre-, mientras las que no tenían este vínculo o lo habían perdido podían dedicarse a la prostitución. Para evitar la caída en la prostitución, la Corona autorizó, al tiempo, las llamadas casas de recogimiento, "para dar albergue y comida a las mujeres que, de otra manera, corrían el riesgo de caer en la 'mala vida' o a las que ya habían caído", defendió Atondo.
Es quizá Josefina Muriel quien explica muy claramente la prostitución en América. Diferencia, por ejemplo, entre las mujeres indígenas y las novohispanas. Aquellas eran conocidas como 'alegradoras' (ahuiani, en azteca), y "ejercían su profesión privadamente porque ellas lo deseaban" y no en un burdel. Que se sepa, no existían. Su oficio, dice Muriel, "era una mera relación personal".
Por contra, la cultura española sepultó a las prostitutas bajo un manto de vergüenza, moral inquisidora, con la religión como guía de su vida. Así, "no podía llamárselas 'alegradoras', pues en su oficio estaba implícita la idea del pecado". Un pecado que no impedía que la Corona y la Iglesia avalasen y decidieran autorizar los burdeles y dónde debían construirse.
Dice Muriel en Los recogimientos de mujeres. Respuesta a problemática social novohispana: "A ellas se las llamaba 'rameras', 'hetairas', 'perdidas', 'prostitutas' y se les hacía vestir con un traje especial que indicaba su infeliz oficio".