Vacaciones en Capri
Capri se ha convertido para mí en un lugar entrañable, familiar, porque cada año -a finales de julio- paso una semana aquí: a la belleza natural, telúrica, del lugar se añade un “genius loci” que atrajo a gentes maravillosas: Axel Munthe, Norman Douglas, Gorki… o a caprichosos: Axel Fersen, la marquesa Casatti, etc.
La narrativa de viajes capriotas en un subgénero literario en sí mismo. Desde que el Emperador Tiberio fijó aquí su residencia, esta isla fue elegida por los dioses del mar y de la tierra, y por sus mitológicos o quiméricos bastardos. En Capri las sirenas.
Fue Tiberio, el denostado emperador, quien sorprendió a sus gramáticos con la pregunta: ¿qué canciones cantaban las sirenas? Los gramáticos, prudentes, le refirieron a Homero que reseñó algunos de sus cantos. Las sirenas empezaron siendo una especie de pájaros, arpías; la personificación de la canícula, esos días tórridos cuando Sirio (también conocido por el Can), arde con fiereza en el firmamento candente. Eran arpías, vampiras, demonios del calor, de la putrefacción, de la voluptuosidad, de la lujuria. Las sirenas, hijas de Sirio, aparecían durante la canícula, cuando esa estrella estaba en el cénit del firmamento. Y aparecían en Capri.
Luego se les añadió la cola de pez, y su hermosura femenina: nuestras sirenas mitológicas son probablemente de origen fenicio, así como nuestros ángeles de la guarda vienen de Caldea. Homero les dio el toque poético que les redimió de sus macabros orígenes. Todo esto lo cuenta el maestro de viajeros -y de la literatura de viajes- Norman Douglas en su delicioso “Siren Land” publicado en 1911 cuando él vivía en una villa marina sobre el golfo de Nápoles.
Las sirenas han vuelto a cambiar de aspecto y ahora, en vez de doncellas con cola de pez, en Capri aparecen maravillas de la naturaleza como Naomi Campbell que se estaba tomando un café en la Piazetta. El turismo sigue siendo familiar con aportaciones nuevas de brasileños, mejicanos y muchos yanquis. De los rusos, lo que más se ve es el barco del antipático Abramóvich que parece un trasatlántico en vez de un yate. Desde allí dentro, no se debe ver el mar, pero estos nuevos ricos no se sabe muy bien lo que quieren ver.