Lucrezia de Medici tiene 16 años cuando, durante una cena a solas con su marido, piensa, "con una claridad particular", que él tiene "intención de matarla". Un párrafo, nueve líneas, son suficientes para que la escritora Maggie O’Farrell conmueva al lector y lo convenza de que a partir de entonces no tiene nada más importante que hacer en su vida que seguirla hasta el punto final de El retrato de casada (Libros del Asteroide, 2023).
O’Farrell, como ya hiciera hace dos años en Hamnet, encuentra en un episodio anecdótico de la Historia la materia primera necesaria para construir una novela en la que, si bien utiliza los esquemas y los recursos con los que ha construido la mayoría de sus libros, el lector se sumerge en un mundo de sexo, violencia, traiciones, crímenes y fantasía.
La realidad es esta: Lucrezia fue la tercera hija de Cosimo de Medici y la española Leonor Álvarez de Toledo. A los 13 años es entregada en matrimonio a Alfonso d’Este, duque de Ferrara. Quiso la vida que Maria, hermana de Lucrezia y prometida de Alfonso, muriera antes del matrimonio comprometido entre las dos familias. Por eso Lucrezia, una niña, fue desposada. Fue la sustituta de su hermana.
Inmadura, permaneció dos años en el palacio familiar de Florencia, bajo el poder de su padre. Mujer, su marido la reclamó y la sometió a su voluntad. Al año, murió. Por tuberculosis, se dijo. Siempre se especuló con un posible envenenamiento.
Este episodio real es el que O’Farrell reconstruye en una novela que va y viene. Que viaja desde la infancia de Lucrezia -magistral y clave el relato sobre su concepción- hasta el desenlace de la historia.
Lucrezia, la adolescente inquieta
Lucrezia es inquieta, rebelde, creativa, curiosa. Nada que ver con una mujer de la corte educada para casarse. Ella reivindica. Reivindica saber, reivindica pintar, reivindica explorar. Por eso se escapa por la noche para acudir a la casa de fieras que su padre tiene en los sótanos del palacio. Por eso, seducida por las líneas negras y anaranjadas del tigre que Cosimo ha mandado traer de India, mete la mano entre los barrotes de la jaula y acaricia su piel. Ella no es como sus hermanas. Ella ve más allá del papel que le han otorgado.
Mujer ya, decíamos, parte hacia la corte de Ferrara. Junto a Alfonso. Sabemos desde el principio que nada va a salir bien, pero O’Farrell es capaz de ir descubriendo las capas de los personajes una a una, línea a línea; embaucar al lector para que piense que no, que no va a pasar lo que cree que va a pasar.
Alfonso es atento, es cariñoso, es divertido, es seductor. Es guapo, fuerte. Cuida a Lucrezia. Pero Alfonso quiere un hijo. El ducado está en peligro si él no tiene un heredero. Y debe engendrarlo. Alfonso es una cosa, pero las capaz que lo cubren caen y ya es otra. Ella es una niña; una niña que una noche y otra y otra siente cómo él entra en ella. Y siente dolor, y siente miedo y siente, al fin, que debe dejar el cuerpo en la cama y huir. A su mundo, que está fuera. Un mundo de animales, de árboles, de garduñas, de caballos… Casi un cuento de hadas.
Sólo quiere que aquello pase y volver a su universo. Es una niña. O’Farrell detiene a los personajes en una bucólica casa de campo antes de llegar a Ferrara. La delizia. Ella es feliz allí. Pese a las incursiones nocturnas de ese hombre que presiona su cuerpo contra el colchón.
La llegada a Ferrara
Llega el día de partir. De ir al castello de Ferrara. De entrar en la ciudad como la duquesa que es, aclamada y observada por un pueblo ávido de la felicidad de su duque.
O’Farrell mantiene el pulso y la tensión gracias a una escritura en ocasiones vertiginosa. Los excesos en las descripciones, en las dosis de fantasía, o en las recreaciones; los excesos oníricos, en fin, pueden desconcertar. Pero son hermosos. Necesarios. Adictivos. La escritora norirlandesa vuelve -es fastuoso su virtuosismo- a la fórmula de muchos de sus libros: historias que transcurren en paralelo y se cruzan y hierven y explotan.

Portada de 'El retrato de casada', de Maggie O'Farrell.
Párrafo a párrafo Lucrezia se queda sola. Y sólo quiere quedarse sola. En su universo, casi un cuento de hadas construido en su mente adolescente. Sabe lo que va a pasar. Siente el maltrato -el libro es, se puede leer como un profundo análisis de la violencia machista- de Alfonso, su menosprecio, su desesperación porque ella no se queda encinta. Por supuesto la culpable es Lucrezia, su mujer. La mujer. Aunque él ha yacido con muchas y no ha dejado embarazada a ninguna.
El retrato de casada es más que un retrato. Son muchos retratos. La violencia de Alfonso, capaz de ejecutar a sangre fría al amante de su hermana delante de ella para darle un escarmiento; capaz de encerrar a la mujer por desobedecerlo; capaz de presenciar una paliza a un mozo y reprender a su esposa por pedirle que cese el castigo. Capaz de ¿matarla? Es, en fin, el retrato de una niña sometida, que pasa del poder del padre al poder del marido, que se enamora, sí, se enamora, de uno de los ayudantes del pintor que la va a retratar.
Majestuosa. Hermosa. Única. Duquesa. La niña duquesa.
O’Farrell es muy hábil en la gestión del tiempo. Es capaz de llevarnos al pasado, a la infancia y la adolescencia de Lucrezia para que nos conmovamos con su presente, y de volver al tormento, al presente de la vida junto Alfonso d’Este.
Es cierto, El retrato de casada no es Hamnet. No consigue O’Farrell arrancar de nuestro interior los sentimientos que sí provoca la historia del hijo de William Shakespeare y Anne Hathaway (Agnes). Leer hasta la lágrima.
No es un texto más débil o insuficiente. No es eso. Es un texto sobresaliente, al nivel de Hamnet. Incluso en algunos momentos superior. Es, sencillamente, diferente. En El retrato de casada O’Farrell se despoja de la sutileza que despliega en Hamnet en favor de una narración palpitante, feroz y descarnada. Consigue cautivar en cada frase, en cada imagen, en cada idea. Que el lector pelee porque el final que se sabe desde el primer párrafo no sea el final.
Y quizá…
El retrato de casada. Maggie O'Farrell. Libros del Asteroide. 400 páginas. 23,95 €.