La nueva producción del coliseo madrileño que ha subido por primera vez a su escenario esta ópera de Rossini convenció por completo al público, que había pasado casi tres horas deleitándose con la cómica trama desarrollada en escena y la magnífica partitura de Rossini, de brillante y vigorosa orquestación en la que abundan las cavatinas y los números de conjunto: dúos, tríos, cuartetos e, incluso, quintetos. Toda ella, ya desde la larga obertura, Rossini en estado puro. Y es en la fantástica dirección actoral, con una exquisita precisión de los gestos y movimientos sin descuidar detalle alguno, donde reside el éxito de la propuesta de Laurent Pelly, capaz de otorgar a la obra una profundidad tan necesaria como equilibrada.
El director de escena parisino parte, según él mismo suele explicar, de la partitura. Parece baladí, pero ya sabemos que, muy al contrario, no lo es. En absoluto. Acercarse a la nueva producción de un director que se declara “al servicio de la obra” y no al revés, suele ser garantía de calidad meditada e intensamente trabajada. Y el resultado en el caso de Il turco en Italia es, desde luego, el pretendido. En sus manos, la genial ópera de Rossini se presenta como una obra convincente, redonda, sin perder ni un ápice de la esencia que el compositor quiso imprimir a su criatura. Cuestión diferente es que el contexto concreto del boom de las fotonovelas italianas de los años 40 elegido por el francés, resulte tan solvente como se esperaba o que la escenografía kitsch a cargo de Chantal Thomas, rescatando fotogramas de las revistas femeninas de la época, acabe por dar resultado sobre las tablas.
Se trata, sin embargo, de minúsculas nubes sobre un fulgurante océano de formidables escenas que van sucediéndose en una dramaturgia perfecta, hasta alcanzar el feliz desenlace de un clásico drama bufo. “¡Qué clase de esposo soy que no sé ni reconocer a mi propia esposa!”, se lamenta en una de ellas don Genaro, magistralmente interpretado por Misha Kiria, el “cornudo” personaje a quien todos toman - en una expresión muy nuestra - “por el pito del sereno”. En primer lugar, Fiorilla, su (segunda) mujer, que lleva al pobre por el camino de la amargura. Tampoco ella es feliz, pero se refugia de su tedio existencial en su amante Narciso, en el coqueteo generalizado – “No existe mayor insensatez que amar a un solo hombre: cada día el mismo placer termina por aburrir” - y, sobre todo, en su desbordante fantasía. Una mujer abanderada de la libertad, siempre en busca de aventuras, que acaba viéndose enredada en los “líos” que Rossini le prepara. Y son unos cuantos.
Un auténtico laberinto de pasiones que llega al culmen del enredo durante el baile al que acuden todos disfrazados y donde Genaro pronuncia tan significativa frase, demostrando que es el único de los cinco protagonistas capaz de cuestionarse a sí mismo. Los demás, el apuesto galán turco Selim, la despechada zíngara Zaida, el cursi Narciso y, especialmente, Prosdocimo, el libretista que escribe la ópera mientras la veíamos, están convencidos de que su verdad es la única y su interés, el que realmente importa. Sus motivos son, en todo caso, lo que en manos de Rossini se convierte en un apreciadísimo lucimiento vocal belcantista. Bienvenido sea, sobre todo con el reparto que hemos visto en el estreno: los mencionados Misha Kiria y Sara Blanch, el bajo italiano Ángel Exposito, el soberbio barítono Florian Sempey interpretando al poeta, la mezzosoprano Paola Gardina y el tenor uruguayo Edgardo Rocha.
Por otra parte, aunque la producción de Pelly está pensada para que, en lugar del poeta Prosdocimo la protagonista absoluta sea Fiorilla, el rol del libretista sigue siendo a todas luces el que, como quiso Rossini, hace de hilo conductor y en ocasiones “tejedor” de la historia. A punto de tirar la toalla, Prosdocimo encuentra la historia que necesita escribir en la realidad que le circunda. Y no se trata solo de que los vecinos que observa desde la ventana le inspiren, sino que le dan el trabajo hecho. Con alguna intervención suya, es cierto, ya que en su mente los percibe únicamente como “objetos” al servicio de su obra literaria. En definitiva, un escritor que en vez de inspirarse, lo que hace es “inspirar” a los otros para que se conviertan en dignos protagonistas de su drama. Mientras, él toma notas sin quitarse el viejo albornoz de estar por casa. Ha sido su día de suerte, aunque al principio parezca que vaya a ser el de Fiorilla, la eterna insatisfecha que de tanto soñar cree ver cumplido su mayor anhelo: ella es, por fin, la protagonista de una fotonovela. De hecho, es de uno de esos folletines, titulado con intención “Non posso amarti”, de donde desembarca, literalmente, Selim, el apuesto turco que viene a “salvarla”.
Aunque al final lo único que ella quiera sea tener la oportunidad de regresar a esa cotidianidad de la que tanto se quejaba. Así lo proclama, entre renovados lamentos, en el espléndido recitativo que cierra la obra. Y es que el peligro de buscar fuera sin reconocer que lo mejor se encuentra dentro, un amor constante y sincero, es que puedes quedarte sin nada. Fiorilla tendrá la suerte de aprender la lección, aunque el suyo no sea un canto de arrepentimiento. Abandonada por Selim, que escoge a Zaida para llevarla a su país, y con la perspectiva del divorcio con que, finalmente, se ha rebelado su esposo obligándola a volver “sola y sin nada” a casa de sus padres, es cuando le llega el momento de recular. “Quien arruina su vida, solo puede culpar a su propia ceguera” le recuerdan sus amigos cuando ella maldice su suerte, antes de lograr el único milagro de esta historia: que Genaro, el robusto “olmo” bajo el que se cobija, la perdone.