En su esencia, la mitología grecorromana enfrenta a dioses y mortales a los peores instintos del alma o a épicas vicisitudes que superar para alcanzar la heroica meta. Y en su mensaje, algunas veces para bien pero la mayoría para mal, seguimos reconociéndonos de manera irremediable. Muchos de sus protagonistas han dado nombre a cuestionables comportamientos e incluso a patologías mentales. Hace tiempo que aprendimos que en el interior de aquellas leyendas, con independencia de dioses o semidioses, a quien se retrata realmente es al ser humano. A todos nosotros. El mito de Medea, la hechicera inmortal que vive para siempre en los Campos Elíseos, es sin duda uno de los más dramáticos e inexplicables, aunque en la tragedia de Eurípides, igual que hoy, ya encontremos “eximentes” o “atenuantes” cuya relevancia, no obstante, “sobrepasa” el cometido de una crítica sobre arte. Ese arte absoluto y con mayúsculas que impregna la obra de Luigi Cherubini estrenada en París el 13 de mayo de 1797.
Sin embargo, la intrahistoria del camino recorrido hasta desembocar en el peor de los crímenes no puede ser totalmente ajena a la crítica, ya que atañe a la lectura que del mito hace el responsable de la escena, Paco Azorín, en esta nueva producción del Teatro Real de la obra de Cherubini interpretada en francés y, lo más relevante, con una partitura inédita de los recitativos compuesta por Alan Curtis. Un relato que, según explicó el propio director de escena en la rueda de prensa previa al estreno, pretende huir de la habitual interpretación simplista tomada desde la óptica de Jasón, es decir del hombre. Su propuesta reivindica reflejar el perfil de Medea, la mujer ultrajada cuyo marido falta al juramento de amor eterno. Ese ‘para siempre’ que, como vemos, ya no existía en la Antigua Grecia. Es la traición de un hombre que se demuestra ingrato, abandonándola por otra mujer. A ella, nada menos que a Medea, la mujer que dejó todo por él, traicionó a su padre e incluso asesinó a su hermano para hacer realidad su matrimonio.
Medea, sí, tiene todo el derecho a sentir un dolor que a veces resulta más grande que ella – quien lo probó, lo sabe -, el problema es que, cegada o no por tamaño sufrimiento, ni entonces ni ahora se justifica el asesinato. Incluso cuando parece vacilar ante el crimen que está a punto de cometer contra sus propios hijos, es su yo quien prevalece. Medea, en definitiva, es Medea. Lo era antes de realizar los sacrificios que hizo por ayudar a su amor a conseguir el velloncino de oro, igual que esa ayuda que ahora echa en cara al traidor estaba dirigida por su propio deseo. Las circunstancias, es cierto y no hay que olvidarlas, la llevan al límite: condenada al destierro, sola, extranjera, sin posibilidad de regresar al país que dejó ni volver a ver a sus hijos. Sin embargo, ella misma reivindica su esencia cuando, en el último Acto, se lamenta de haber estado a punto de permitir que la “debilidad” le impidiera cumplir su venganza.
Azorín acierta poniendo en el centro de la producción a los hijos, de diez y doce años, haciendo que su presencia sea constante sobre las tablas para que nadie se olvide de ellos. El mensaje, en mi opinión, es claro: esto no va (solo) de Medea, ni siquiera de Jasón, va del asesinato de sus hijos. De cómo hemos llegado allí. Porque siempre hay un camino hasta llegar al asesinato de quienes aún no han podido empezar sus propias vidas irremediablemente marcadas por el maltrato. Sin embargo, su propuesta insistentemente “pedagógica” resta dramatismo y fuerza a la tragedia. Y Medea es precisamente eso, una tragedia. La muerte de dos niños y de otra mujer, Dircé, que por el contrario sí parece olvidada. Es la historia de unos asesinatos cometidos por una mujer cuya reacción frente al abandono temen todos desde el principio, empezando por la propia Dircé, mucho más coherente y realista – no por ello menos fuerte – que se atreve, además, a expresar sus dudas sobre Jasón. Si ese hombre ha abandonado a su mujer, a la madre de sus hijos, para casarse con ella… ¿volverá a hacerlo algún día?

Teatro Real | Maria Agresta (Medea), Valeria Grandio e Ismael Palacios (hijos de Medea).
Lo cierto es que pueden haber pasado siglos desde que el gran poeta griego escribiese su obra, pero el maltrato contra menores e incluso su asesinato a manos de sus progenitores continúa sobrecogiéndonos. De hecho, ya en su momento, el libretista de Luigi Cherubini, François-Benoît Hoffman, se basó precisamente en la historia de Medea escrita por el poeta griego más alejado de la concepción trágica reinante en la época, Eurípides. Y es que aunque las obras de este poeta tratan de leyendas y acontecimientos de la mitología de un tiempo lejano, se caracterizan por su innovación en el tratamiento de los mitos, la extrema complejidad de las situaciones y de los personajes, la evidente humanización de los mismos - hombres y mujeres de carne y hueso – centrándose en sus motivaciones de una forma antes desconocida para el público griego. Para situarlo en nuestros días, la producción combina el ‘no tiempo’ mitológico, con el arquetipo de Medea como semidiosa ultrajada que clama a los dioses para vengar la ignominia de los humanos; y la actualidad, con la denuncia explícita de la violencia de género. Una suerte de doble temporalidad con la que Azorín trata de conducir al espectador a través de un relato lleno de referentes históricos y contemporáneos al mismo tiempo. A veces con resultado incierto y de nuevo falto de concentración dramática, a la que tampoco ayuda una escenografía que solo cobra fuerza en el fantástico final de fuego con el otro gran protagonista de la noche en el escenario: el Coro Titular del Teatro Real, al frente del que ha debutado su nuevo director, José Luis Basso.
La partitura de Medea que, citando a Johannes Brahms, “nosotros los otros músicos reconocemos como la cumbre del arte lírico” vibra, sorprende, emociona e incluso aterroriza. Y a la batuta de Ivor Bolton nada le falta para dirigir, una vez más, con exquisito conocimiento y entrega a la Orquesta Titular del Teatro Real que, a su vez, sigue creciendo o, quizás, aumentando su más que reconocida excelencia. Por otra parte, no es fácil encontrar Medeas, me refiero por supuesto a cantantes que se metan en la piel de tan complejo personaje. Y las icónicas interpretaciones de Maria Callas - a ella están dedicadas todas las funciones en el año del centenario de su nacimiento – hace aún más comprometido un rol que precisa de inmenso ímpetu y control vocal a la vez que actoral. La soprano italiana Maria Agresta afrontaba por tanto un enorme reto del que, como decíamos, ha salido victoriosa, igual que ha destacado Nancy Fabiola Herrera en su magnífica interpretación de la fiel sierva Neris y Sara Blanch, por su breve pero exquisito papel de Dircè. Y aún quedan diez funciones más de esta ópera entre cuyos confesos admiradores están Beethoven, que la escuchó en Viena en 1802, Schubert, Weber, Spohr y Wagner.
La temporada acaba de empezar.