Un colosal y sobrecogedor Ocaso aniquila la eternidad de los dioses
El estreno augura, si la sigilosa ómicron no lo impide, un éxito absoluto para esta épica obra con la que termina la tetralogía de ‘El anillo del nibelungo’ que solo Wagner podía atreverse a realizar

Faltaban tres minutos para la medianoche cuando el público del Teatro Real se alzó con las primeras aclamaciones de bravo, acompañadas de merecidos aplausos, para premiar el magnífico espectáculo que había presenciado desde que se apagaron las luces, a las 18:30 horas, en un teatro repleto donde reinaba la expectación y el silencio. El estreno anoche de ‘El ocaso de los dioses’ augura, si la sigilosa ómicron no lo impide, un éxito absoluto para esta épica obra con la que termina la tetralogía de ‘El anillo del nibelungo’, indiscutible hito operístico inspirado en la mitología nórdica, que solo Wagner podía atreverse a realizar.
Desde el principio de su ingente proyecto, el genial compositor alemán tuvo claro que la eternidad de los dioses había llegado a su fin. Y decimos al principio, porque Wagner alumbró en primer lugar la obra que durante las próximas semanas se subirá al escenario de la Plaza de Oriente. Después, en un curioso camino hacia atrás que duró 26 años, fue completando la famosa tetralogía con los tres títulos que la preceden y que el coliseo madrileño ha ofrecido en temporadas sucesivas durante los últimos cuatro años, con un montaje considerado ya mítico de Robert Carsen, junto al escenógrafo Patrick Kinmonth y el iluminador Manfred Voss, creado en 2000 para la Ópera de Colonia y que ha viajado por distintos escenarios del mundo entero.
Han sido ellos, los responsables de la escena, quienes, sin embargo, se han llevado alguna inesperada protesta. Dirigida, presumiblemente, a la en ocasiones escueta escenografía, porque la dirección actoral resulta impecable y la propuesta escénica en general no peca de inútiles vanguardismos, aunque prescinda de las connotaciones metafísicas y de su vinculación religiosa a la naturaleza. Prevalece un espacio que bordea la distopía, en consonancia con el tono apocalíptico del libreto que narra el efectivo crepúsculo de los hasta entonces eternos y poderosos dioses. Es cierto, por otra parte, que la entera tetralogía ha sido objeto de un sinfín de interpretaciones, entre ellas la de Bernard Shaw, que ve una crítica socialista sobre la sociedad industrial y sus abusos o la de Donington, para quien se trata de un relato del desarrollo de arquetipos inconscientes de la psique.
La propuesta de Carsen, unitaria para la tetralogía, es más concluyente a la vez que sencilla y está presidida por la catástrofe. Los dioses, reflejo de la condición humana, rompen sus propias reglas movidos por su ambición de poder y avanzan sin remedio hacia la autodestrucción. La metáfora de este proceso en el mundo contemporáneo es, para el director de escena canadiense, la destrucción de la naturaleza y sobre esa idea basa su montaje, recreando un mundo decadente, inhóspito y contaminado. Wagner alude sin duda a esa lucha incesante por el poder que también en el mundo mitológico tiene en vilo a todos: dioses, gigantes, enanos y, por descontado, a los hombres. La relación tensa entre poder y amor, entre avidez de posesión y entrega, juego y coacción determina la tetralogía hasta el final. El mensaje, sofisticadas interpretaciones aparte, es que ningún poder es eterno. Los dioses, que quisieron eternizarse en el poder, no han hecho más que acelerar su inevitable ocaso tomando decisiones a la desesperada. Pero ya no hay tiempo, el crepúsculo llama a la puerta.
Esta es la única de las cuatro obras que transcurre en el mundo de los humanos, la más inquietante, dramática y brillante historia unitaria en el universo de la ópera y una colosal partitura. Su estructura se asemeja a la de las tragedias griegas y en ella, el desarrollo musical camina en paralelo al devenir del drama, convirtiendo a la orquesta en una suerte de personaje que anticipa, explica e incluso puntualiza la acción, avanzando entre los numerosos leitmotivs hasta llegar a la expresión trasformadora de la muerte de Sigfrido en la “Marcha fúnebre”, con una estructura tonal asociada a una profunda reflexión filosófica y a la redención del mundo tras la inmolación de Brunilda y la restitución del Anillo maldito a las hijas del Rin. Porque cuando el oro vuelve al río, y ya no pertenece a nadie, se reestablece la armonía.
Y ha sido precisamente ese “otro personaje”, la Orquesta Titular del Teatro Real, el más premiado por los asistentes. Se intuía la agradecida respuesta que le tenía reservada el respetable ya al inicio del tercer acto, cuando el maestro Pablo Heras-Casado regresó al foso para culminar lo que él mismo calificaba días atrás como el reto más importante de su carrera profesional. Un desafío que arrancó en el coliseo madrileño también un mes de enero, el de 2019, cuando el mundo era tan diferente al que vivimos ahora, marcado por las medidas sanitarias que obligan a reinventarse. De modo que, como ya ocurrió en Siegfried la temporada anterior, parte de los músicos han tenido que mudarse desde el foso a los ocho palcos de platea a ambos lados del escenario, ubicación que supone una nueva experiencia sonora para el público, pero si ya de por sí es complicado para el director sincronizar, coordinar y equilibrar la instrumentación, en estas condiciones lo es todavía más.
Junto al maestro granadino y los 115 músicos que componían la orquesta wagneriana decretada por la tetralogía, la soprano alemana Ricarda Merbeth ha recogido los aplausos más numerosos. El sobrecogedor final que protagoniza Merbeth dando voz y vida a una poderosa Brünnhilde dispuesta a convertirse en cenizas junto al cadáver de Siegfried, para que el fuego purifique el Anillo antes de que su oro vuelva al lugar de donde nunca debería haber salido, le ha valido el premio más entusiasta del público. La soprano alemana borda el final de la maldición del oro, que ha ido transmitiéndose de los dioses a sus descendientes, subsistiendo mientras la falta original no fuera redimida. Pieza fundamental en este montaje es sin duda el tenor austriaco Andreas Schager, en la piel de Siegfried, uno de los roles más difíciles y exigentes del repertorio: cinco horas seguidas sobre el escenario que obligan a dosificar la voz para poder llegar al final. Sin olvidar el resto de las reconocidas voces wagnerianas que intervienen en las intrigas del drama: el barítono estonio Lauri Vasar, muy convincente en su rol de Gunter, la soprano estadounidense Amanda Majeski interpretando a Gutrune y el bajo danés Stephen Milling, un veterano de reconocida solvencia a la hora de convertirse en Hagen.
El Coro Titular del Teatro Real dirigido por Andrés Máspero, y que tanto de menos se echa en el primer Acto, volvió anoche a demostrar su calidad en esta ópera de dimensiones colosales. Porque la épica de la ópera de Richard Wagner no sólo está en el libreto, sino en su producción teatral, que exige 11 solistas, la citada orquesta de 115 músicos, 62 miembros del coro y 17 actores figurantes. Y en consecuencia, podría decirse que el Real vuelve a demostrar un inusual coraje y, sobre todo, fe en las medidas impuestas para evitar la propagación del virus. Hay que tener en cuenta que está previsto que en las nueve funciones actúen los mismos cantantes, es decir, sin contar con la posibilidad de recurrir a un segundo elenco, como ocurría en La Bohème, en caso de contagio.