Las prisas y los compromisos políticos son los principales enemigos de toda legislación y especialmente del ordenamiento penal. Lo estamos viviendo estos días. Mientras más controvertida e importante sea una ley, mayores debieran de ser los esfuerzos para alcanzar un punto de equilibrio que satisfaga a todos o casi todos los ciudadanos. Por desgracia, no se ha procedido así en los últimos tiempos, lo que ha contribuido a exacerbar las diferencias políticas y, lo que es todavía peor, las sociales. Tal estado de cosas redunda en desprestigio de la clase política, pero también de las instituciones que vertebran un Estado de Derecho respetuoso con la división de poderes.
La situación actual comenzó con la Ley del “sólo sí es sí”. Más allá de sus posibles defectos en relación con la presunción de inocencia y la banalización de la agresión sexual extendiéndola a los anteriores abusos sexuales, no se previó -¿o sí?- su escandaloso efecto de aminoración de penas a través de las correspondientes revisiones de condena. La ministra del ramo no tuvo empacho en cargar contra los jueces machistas que se resistirían a aplicar correctamente una ley que, bien interpretada, no supondría ninguna rebaja de penas. La Fiscalía General del Estado y el Tribunal Supremo corregirían las absurdas conclusiones de algunos jueces o tribunales, pero tan contundentes pronósticos no se cumplieron. Eso no ha impedido, sin embargo, que continúe la monserga, dando lecciones de Derecho Penal a los juristas de todo signo y condición quienes carecen de cualificación alguna en la materia. Mientras tanto, las rebajas de penas rondan el medio millar. Y la cuenta sigue.
El segundo aldabonazo ha sido el pronunciamiento del Tribunal Supremo en el sentido de que lo ocurrido en Barcelona el año 2017, hoy podrían quedar impunes. Tampoco ha sido una sorpresa para quien se haya molestado en leer los cambios introducidos en el Código Penal. Los desórdenes públicos agravados del nuevo artículo 557 se construyen sobre el tipo básico de su apartado 1, donde sólo se recogen conductas violentas o intimidatorias, disturbios callejeros sin la menor relación con una pacífica declaración de independencia en sede parlamentaria. Y es que, bajo un nombre u otro (rebelión, sedición, alta traición, etc.) estos ataques a la Constitución o a la integridad territorial de un país se condenan, en los países de nuestro entorno, con penas como las de la rebelión y, antes, la sedición en España.
El próximo capítulo puede ser la llamada “ley trans”: iniciativas juveniles (o infantiles) a espaldas de la propia familia, reconsideraciones a voluntad, problemas en los ámbitos deportivo y carcelario, repercusión en la violencia de género, etc. Pronto podremos comentar interesantes aspectos de su aplicación. Por de pronto, el panorama se presenta prometedor.